DE UN RECLUTA. 487
en dónde estaba la Capougner Strasse , me
«contestó:
— ¡Tomas algo!
Víme obligado 4 comprarle un vasito de
«aguardiente, con lo que me dijo:
—Está justamente en frente de nosotros;
- mo tienes mas que volver la esquina á la de-
recha, y encontrarás la Capougner Strasse,
, Buenas noches, recluta.
Y al decir esto reia,
El gran Furst y Zebedé tenian tambien su
boleta para la Capougner Strasse, con lo que
«partimos contentos de cojear y arrastrar jun-
tos los zapatos por aquella ciudad extranjera.
Furst fué el primero que encontró su casa,
pero estaba cerrada, y mientras él llamaba 4
da puerta, yo encontré tambien la mia, cuyas
dos ventanas brillaban 4 la izquierda, Empujé
la puerta, que se abrió, y entré en un corre-
dor sombrio, en donde se sentia un agrada-
ble olor de pan tierno, que me alegró el co-
razon. Zebedé iba mas léjos, Yo grité desde
el corredor: «¡No hay nadie en esta casa !»
Y casi en seguida apareció una anciana, en
10 alto de una escalera de madera, con la ma-
Do delante de una vela, :
—¿Quién hay 1? preguntóme, :
Le dije que llevaba una boleta de alojamien-
to para su casa, La buena mujer bajó, y mi-
"rando mi boleta, me dijo en aleman:
—Venid!.
Subí pues la escalera, Al pasar ví, por una
puerta entreabierta, dos hombres en calzon-
cillos, desnudos hasta la cintura, que estaban
amasando. Hallábtame en casa de un panade-
TO, y poresta razon la anciana no dormia aun,
teniendo sin duda mucho qué hacer. Llevaba
una gorra con cintas negras, los brazos des-
nudos basta el codo, unas gruesas sayas de
lana azul sostenidas por tirantes, y parecia
triste. Al llegar arriba me condujo á una pie-
za bastante grande, con un buen hornillo de
loza, y al fondo una cama, ;
—Llegais tarde, me dijo la mujer.
—Sií, hemos andado todo el dia, le contes-
té sin poder apenas hablar; me caigo de ham- -
bre y de cansancio.
Entonces me miró, y oí que decia:
—Pobre muchacho! pobre muchacho!
Hízome luego sentar cerca del hornillo y
me preguntó si tenia mal en los piés.
—Sií, hace tres dias. .
—Pues bien! quítate los zapatos, me dijo,
y ponte esos zuecos. Vuelvo al instante.
Dejó su vela encima la mesa y volvió á ba-
jar. Quitéme la mochila «y los zapatos ; tenia
los piés llenos de ampollas y al verlas no pude
menos de exclamar: «Dios mio... Dios mio...
¿Cómo se puede sufrir tanto? ¿No valdria mas
estar muerto!»
Esta idea me habia ocurrido cien veces du-
rante el viaje; pero entonces, junto á aquel
buen fuego, me encontraba tan cansado y tan
desdichado, que hubiera querido dormirme
para siempre, á pesar de Catalina, de la tia
Gredel, del señor Goulden y de todos los que '
me querian bien. Sí, me parecia que era muy
desgraciado.
Mientras pensaba en estas cosas abrióse la
puerta y entró un hombre alto y vigoroso, con
el cabello ya entrecano. Era uno de los dos
que habia visto trabajar en el piso bajo. Se
habia puesto una camisa, y tenia en las manos
un cántaro y dos vasos. E :
—Buenas noches! dijo mirándome con as-
pecto grave. :
Yo hice una inclinacion de cabeza. La an -
ciana entró tras él llevando una cubeta de ma -
dera que dejó junto á una silla. md
-—Tomad un baño de piés, me dijo, eso os
probará mucho. :
Al ver eso, me enternecí y pensé: «¡En to-
das partes hay gente buena ! » Me quité las
medias, y como las ampollas estaban reventa-
das, manaba de ellas sangre; por lo que la
buena'anciana repitió : do
—Pobre muchacho! pobre muchacho !
El patron me preguntó:
— De qué país eres ?
—De Falsburgo, en Lorena.
“—¡Ah ! bueno. =>.
A los pocos momentos dijo á su mujer:
—Vé por una galleta; ese jóven tomará un.
vaso de vino, y le dejaremos en seguida dor-
mir en paz , pues necesita descansar.
Colocó la mesa delante de mí, de modo que
tenia los piés en la bañera , lo cual me hacia
mucho bien, y el jarro del vino enfrente.
Llenó en seguida nuestros vasos de un exce-
lente vino blanco, diciéndome: '
—A tu salud ! : ¿
La mujer habia salido y volvió con una
gruesa galleta, caliente aun y cubierta de
manteca fresca medio derretida. Entonces co-
noci el exceso de hambre que tenia; casi me
sentia mal, Parece que aquellas buenas gen-
tes lo conocieron, pues la mujer me dijo :
—Antes de comer, hijo mio, es preciso que
saques los piés del agua.
Bajóse y me enjugó los piés con su delan-
tal, antes que yo pudiese comprender lo que
queria hacer,
Entonces exclamé : E
-—Dios mio, me tratais como á un hijo,
Y á los pocos momentos me respondió :
—Tenemos un hijo en el ejército 1
Vi que su voz temblaba al decir estas pala-
bras, y mi corazon se puso interiormente á
sollozar : yo pensaba en Catalina , en la tia
Gredel, y no podia contestar,
y
A o e