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«| Dios mio! ¡Dios mio! haced que ahora
triunfen los franceses, que sus pobres heridos
serán recogidos, toda vez que los prusianos y
cosacos no pensarian sino en los suyos y nos
dejarian morir á todos.»
No hacia ya caso del sargento y solo mira-
ba como los artilleros prusianos cargaban sus
cañones, apuntaban y hacian fuego , maldi-
ciéndoles en el fondo de mi alma; pero de
repente eia con inefable gozo los gritos de
«Viva el emperador!» que empezaban á su-
bir del valle y que se percibian en el interva-
lo de las detonaciones de la artillería.
En íin, á los veinte minutos los prusianos
y los rusos empezaron á retroceder; volvian
á pasar precipitadamente por la calle donde
nos hallábamos para salir del pueblo por el
otro lado, Entretanto iban oyéndose mas de
cerca log gritos de «Viva el emperador l» Los
artilleros que estaban enfrente de nosotros
trabajaban como endemoniados para cargar y
disparar los cañones, cuando llegaron cuatro
balas en medio de ellos, rompiendo una rueda
y cubriéndoles de tierra. Una de las piezas ca-
yó á un lado, y quedaron muertos dos artille- .
xos y heridos otros dos, Entonces senti que
una maño me cogía por el brazo; volvime
y ví al viejo sargento medio muerto que me
miraba riendo de una manera extraña. El te-
cho de nuestra barraca se hundia, la pared
se inclinaba, pero nosotros no hacíamos caso
alguno; solo yelamos la derrota del enemigo,
y no ojfamos, en medio de tan espantoso ruido,
sino los grito cada vez mas próximos de nues-
tros soldados. De repente el sargento com -
pletamente pálido dijo: «¡Hélo aqui! » E in-
clinado hácia adelante, arrodillado, y con una
mano en el suelo y la otra levantada gritó con
voz terrible: « Viva el emperador!» en segui-
da cayó y quedó muerto.
Yo tambien me inclinó para mirar, y viá
Napoleon que subia por entre el fuego, con
“su sombrero hundido en su gran cabeza , su
redingote oscuro abierto, una larga cinta en-
carnada á través de su chaleco blanco , tran -
quilo, frio, como si estuviera iluminado por
el reflejo de las bayonetas. Todo cedia 4 su
presencia; los artilleros prusianos abandona-
ban sus piezas y saltaban la pared del jardin,
á pesar de los gritos de sus oficiales que que-
rian contenerlos. -
Todo eso lo ví yo; lo tengo en la memoria
como pintado con fuego; pero desde este mo-
mento no recuerdo nada de. la batalla, porque
con la esperanza de nuestra victoria habia
perdido el sentido y era como un muerto en
medio de todos aquellos muertos. E
-
HISTORIA
XIV.
Por la noche desperté y reinaba el mayor
silencio; las nubes corrian por el cielo, y la
luna mirabá el pueblo abandonado, los caño-
nes derribados y los montones de muertos,
como mira desde el principio del mundo el
agua que corre, la yerba que crece y las ho-
jas que caen en otoño. Los hombres no son
nada comparados con: las cosas eternas; los
que van á morir lo comprenden mejor que lo3
demás, :
No podia menearme y sufria mucho; solo
podia hacer uso de mi brazo derecho. Sin
embargo logré levantarme apoyado en el codo
y vi los muertos amontonados hasta el extre-
mo de la callejuela; la luna les daba de lleno,
y estaban blancos como la nieve; los unos con
la boca y los ojos completamente abiertos; los
otros con la frente contra el suelo con la car-
tuchera y la mochila á la espalda y las manos
agarradas en el fusil. Todo esolo veia poseido
de inmenso terror, y los dientes me castafie-
teaban de miedo.
Quise pedir socorro y dí solo un débil grito
como de un niño que solloza; dejé caerme
pues lleno de desesperacion, Pero ese débil
grito que habia dado en el silencio de la no-
che hizo que muchos otros siguieran el ejera-
plo; así es que se cian iguales gritos de todos
lados; todos los heridos creian que les llegaba
el socorro, y los que podian aun quejarse !la-
maban con toda la fuerza de se voz. Esos
gritos duraron algunos instantes, despues to-
dos callaron, y solo oí el pausado resoplido
de un caballo que estaba cerca de mi detrás
del seto, Queria levantarse, y despues de 41-
gun esfuerzo volvia á caer. :
Con la fuerza que hice para apoyarme so-
bre el codo se abrió de nuevo mi herida y sen-
tí otra vez correr la sangre por mi brazo. En-
tonces cerré los ojos para dejarme morir y me
vinieron á la memoria como un sueño todas
las cosas lejanas desde el tiempo de mi pri-
mera infancia : la aldea, mi pobre madre cuan-
do me tenia en sus brazos y cantaba para que
me durmiera, el pequeño cuarto, la vieja al-
coba, nuestro perro llamado Pommer, que
jugaba conmigo y me hacia rodar por el sue-
lo, mi padre que regresaba por la noche lleno
de alegría con el hacha al hombro y que me
tomaba en sus anchas manos para abrazarme.
- Yo pensaba: «¡Ah! pobre madre... pobre
padre!... si hubieseis sabido que criabais á
yuestro hijo con tanto amor y tantas fatigas
para que pereciera un dia miserablemente,
solo, léjos de todo auxilio... ¡cuáles no hu-
bieran sido vuestro desconsuelo y vuestras
j
A
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