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llegar delante de una iglesia, donde se des-
cargó á quince ó veinte heridos que no podian
ya resistir el camino.
El sargento y sus soldados, despues de ha-
ber refrescado en un figon de la plaza, mon-
taron de nueyo á caballo y continuamos el ca-
mino hácia Leipzig. Entonces ya no oia ni
veia nada, tenia la cabeza desvanecida, zum-
bidos en los oidos, tomaba los árboles por
hombres, y tenia una sed de que nadie puede
formarse una idea. Y
Hacia largo rato que en el mio y demás
carros algunos: de los heridos echaban gritos,
lNloraban , hablaban de su madre, querian le-
yantarse, y arrejarse al camino. No sé si yo
hice lo mismo, pero me pareció que salia de
una horrible pesadilla al despertar en el mo-
mento en que dos hombres me tomaban cada
uno por una pierna, enlazaban sus brazos al
rededor de mi cuerpo y me llevaban atrave-
sando una plaza sombría. El cielo estaba cu-
bierto de estrellas, y en la fachada de un gran-
- de edificio, que aparecia todo negro en mitad
de la noche, brillaban innumerables luces:
era el hospital del arrabal del Mercado, en
Leipzig...
_no á4.quien mis gritos impidieron dormir,
«¡Hasta las ocho del día. siguiente en que se
me hizo la primera cura,, no. me hice cargo
_dela sala, y entonces supe tambien que tenia
roto el hueso del hombro izquierdo...
- Cuando desperté, estaba en medio de una
docena de cirujanos: uno de ellos, grueso y
HISTORIA
moreno, á quien llamaban el señor baron, des-
hacia mi vendaje; un ayudante tenia al pi
de la cama un cubo de agua caliente. El ci-
rujano mayor examinó mi herida, y todos los
demás se inclinaban para oir lo que iba á de-
cir. Hablóles algunos instantes, y todo lo que
pude comprender es que la bala habia venido
de abajo arriba, que habia roto el hueso y
que habia salido por detrás. Conoci que sabia
sú obligacion, porque en efecto los prusianos
habian tirado desde abajo por encima de la
pared del jardin y la bala habia debido subir.
El mismo lavó la herida, y volvió $ colocar
el vendaje con una facilidad extraordinaria y
con tanta habilidad que mi hombro no podia
menearse y todo se encontraba en órden.
Yo me sentia mucho mejor. Diez minutos
despues, un enfermero vino á ponerme una
camisa sin hacerme daño alguno , tan acos-
tumbrado estaba á ello.
El cirujano se detuvo al pié de la otra cama
y dijo:
—¡ Hola ! ¿ya estamos aquí otra vez!
—Sí, señor baron, yo soy, respondió el
artillero, lleno de orgullo al ver que le reco -
nocia: la primera vez fuí herido en Áuster-
litz por un casco de metralla, despues en Je-
na, y luego en Smolensko de dos lanzazos.
- —Sí, si, dijo el cirujano como enterneci -
do; y ahora ¿qué tienes ?
—Tres sablazos en el brazo izquierdo, de-
fendiendo mi cañon contra los húsares pru-
sianos.
El cirujano se acercó , deshizo el vendaje y
oí que preguntaba al artillero :
— ¡ Tienes la cruz 1
—No ,, señor baron.
—; Tú te llamas f
—Cristian Zimmer, sargento del segundo
regimiento de á caballo.
—Bien , bien.
Estaba entonces curándole las heridas y
acabó por decir al levantarse que todo iria
bien. :
Volvióse para hablar con los otros y salió
despues de haber terminado su visita y dado
algunas órdenes 4 los enfermeros, ,
El artillero estaba muy contento , y como
por su nombre conocí que debia ser de la Al-
sacia, empecé á hablarle en nuestro dialecto,
de manera que se puso mas tontento todavía.
Era un moceton de seis piés de alto, anchas
- espaldas, frente chata, nariz gruesa, bigotes
de un rubio colorado, duro como una roca,
pero bravo como él solo. Medio cerraba sus
ojos cuando le hablaba 'en nuestro dialecto,
todo se hacia oidos, y cualquier cosa que le
- hubiese pedido me la hubiera dado si la hu-
biese tenido ; pero no tenia para dar mas que
apretones de manos que me hacian crujir los