Full text: Cuaderno segundo (002)

  
    
FAMILIA SIN NOMBRE 
Entonces, en medio del silencio de la 
noche, una voz bien timbrada entonó esa 
antigua canción del país, que es, según 
hace notar el Sr. Reveillaud, un verdade- 
ro canto nacional, si bien (preciso es con- 
fesarlo), lo es más por el tono que por 
las palabras. Era fácil conocer por su 
acento y por el modo de pronunciar con 
la boca muy abierta el diptongo ai, que el 
cantor, que no era otro que el patrón de 
la cage, era canadiense de origen francés. 
He aquí lo que cantaba: 
Volviendo de las bodas 
estaba muy cansado, 
y á la clara fuente 
me fuí á descansar... 
Juan conoció sin duda la voz del que 
cantaba, porque acercándose á Pedro Har- 
cher en el momento en que el Champlain 
dejaba caer sus remos para apartarse de 
la cage: 
—Aborda, le dijo. 
—¿Que aborde?... replicó Pedro. 
—¡Sí!... ¡jes Luis Lacasse!... 
—¿Vamos á conversar con él?... 
—Cinco minutos nada más, respondió 
Juan. No tengo más que decirle algunas 
palabras. 
En un instante Pedro Harcher, después 
de un golpe dado en el timón, se aproxi- 
mó al tren de madera, en el que amarró 
al Champlain por la proa. 
El cantor, viendo esa maniobra, inte- 
rrumpió su canción para gritar: 
—¡Eh, los de la balandra!... ¡Tened 
cuidado! 
—¡No hay peligro, Luis Lacasse! res- 
pondió Pedro Harcher; es el Champlain. 
De un salto Juan acababa de subir al 
tren de maderas, reuniéndose con el pa- 
trón, que le dijo en cuanto pudo conocer- 
le, merced á la luz del farol: 
—Siempre estoy pronto á serviros, se- 
ñor Juan, 
—Gracias, Lacasse, 
—Contaba encontraros en el camino y 
estaba decidido á esperar al Champlain en 
mi próxima parada durante la marea alta; 
pero puesto que estáis aquí... 
—¿Está todo á bordo? preguntó Juan. 
—¡Todo, y bien oculto entre los made- 
ros y las vigas!... Está muy bien arregla- 
do, os lo -aseguro, añadió Luis Lacasse, 
sacando un eslabón para encender su 
pipa. 
  
  
  
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—Los aduaneros, ¿han practicado algún' 
registro? 
—Sí... en Verchéres... Se quedaron lo 
menos media hora charla que te charla... 
Pero nada han visto... está todo como en 
una Caja... 
—¿Cuánto?... preguntó Juan. 
—Doscientos fusiles. 
—¿Y sables? 
—Doscientos cincuenta. 
—(¿De dónde vienen?... 
—Del Vermont. Nuestros amigos los 
americanos han trabajado bastante y no 
nos cuesta muy caro, sólo que han tenido 
mucho que hacer para transportarlo hasta 
el fuerte Ontario, en donde nos lo han en- 
tregado; pero ya se vencieron todas las 
dificultades. : 
—¿ Y las municiones?... 
—Llevo tres toneles de pólvora y algu- 
nos miles de balas. Si cada una de ellas 
mata á un hombre, pronto veremos el Ca- ' 
nadá limpio de uniformes encarnados. 
¡Serán comidos por los comedores de 'ra- 
nas, como «nos llaman los anglosajones! 
—¿Y sabes, preguntó Juan, á qué pa- 
rroquia están destinadas esas armas y 
min uciones? 
—Perfectamente, respondió el marine- 
ro. ¡No temáis, no hay miedo de que me 
sorprendan! Durante la noche, en la ma- 
rea más baja, anclaré mi cage, y unas ca- 
noas vendrán á buscar cada cual su parte. 
Pero os advierto que no voy más allá de 
Quebec, donde tengo que cargar mis ma- 
deras, á bordo del Moravian, con destino 
á Hamburgo. : 
—Está entendido, respondió Juan. An- 
tes de llegar á Quebec ya habrás entrega- 
do los últimos fusiles y el último barril de 
pólvora. 
—Entonces todo va bien. 
—Dime, Luis Lacasse, ¿tienes confian- 
za en los hombres que te acompañan? 
—Como en mí mismo. Son verdaderos 
Juan Bautista (1); mas no se quedarán 
atrás cuando haya que tirar tiros. 
Juan le entregó entonces cierta cantidad 
de piastras, que el bravo marinero dejó 
caer, sin contarlas, en el bolsillo de su 
ancha blusa. 
Después, vigorosos apretones de mano 
(1) Nombre que se da muchas veces á los 
franco-canadienses que habitan en el campo, 
  
  
  
 
	        
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