FAMILIA SIN NOMBRE
Entonces, en medio del silencio de la
noche, una voz bien timbrada entonó esa
antigua canción del país, que es, según
hace notar el Sr. Reveillaud, un verdade-
ro canto nacional, si bien (preciso es con-
fesarlo), lo es más por el tono que por
las palabras. Era fácil conocer por su
acento y por el modo de pronunciar con
la boca muy abierta el diptongo ai, que el
cantor, que no era otro que el patrón de
la cage, era canadiense de origen francés.
He aquí lo que cantaba:
Volviendo de las bodas
estaba muy cansado,
y á la clara fuente
me fuí á descansar...
Juan conoció sin duda la voz del que
cantaba, porque acercándose á Pedro Har-
cher en el momento en que el Champlain
dejaba caer sus remos para apartarse de
la cage:
—Aborda, le dijo.
—¿Que aborde?... replicó Pedro.
—¡Sí!... ¡jes Luis Lacasse!...
—¿Vamos á conversar con él?...
—Cinco minutos nada más, respondió
Juan. No tengo más que decirle algunas
palabras.
En un instante Pedro Harcher, después
de un golpe dado en el timón, se aproxi-
mó al tren de madera, en el que amarró
al Champlain por la proa.
El cantor, viendo esa maniobra, inte-
rrumpió su canción para gritar:
—¡Eh, los de la balandra!... ¡Tened
cuidado!
—¡No hay peligro, Luis Lacasse! res-
pondió Pedro Harcher; es el Champlain.
De un salto Juan acababa de subir al
tren de maderas, reuniéndose con el pa-
trón, que le dijo en cuanto pudo conocer-
le, merced á la luz del farol:
—Siempre estoy pronto á serviros, se-
ñor Juan,
—Gracias, Lacasse,
—Contaba encontraros en el camino y
estaba decidido á esperar al Champlain en
mi próxima parada durante la marea alta;
pero puesto que estáis aquí...
—¿Está todo á bordo? preguntó Juan.
—¡Todo, y bien oculto entre los made-
ros y las vigas!... Está muy bien arregla-
do, os lo -aseguro, añadió Luis Lacasse,
sacando un eslabón para encender su
pipa.
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—Los aduaneros, ¿han practicado algún'
registro?
—Sí... en Verchéres... Se quedaron lo
menos media hora charla que te charla...
Pero nada han visto... está todo como en
una Caja...
—¿Cuánto?... preguntó Juan.
—Doscientos fusiles.
—¿Y sables?
—Doscientos cincuenta.
—(¿De dónde vienen?...
—Del Vermont. Nuestros amigos los
americanos han trabajado bastante y no
nos cuesta muy caro, sólo que han tenido
mucho que hacer para transportarlo hasta
el fuerte Ontario, en donde nos lo han en-
tregado; pero ya se vencieron todas las
dificultades. :
—¿ Y las municiones?...
—Llevo tres toneles de pólvora y algu-
nos miles de balas. Si cada una de ellas
mata á un hombre, pronto veremos el Ca- '
nadá limpio de uniformes encarnados.
¡Serán comidos por los comedores de 'ra-
nas, como «nos llaman los anglosajones!
—¿Y sabes, preguntó Juan, á qué pa-
rroquia están destinadas esas armas y
min uciones?
—Perfectamente, respondió el marine-
ro. ¡No temáis, no hay miedo de que me
sorprendan! Durante la noche, en la ma-
rea más baja, anclaré mi cage, y unas ca-
noas vendrán á buscar cada cual su parte.
Pero os advierto que no voy más allá de
Quebec, donde tengo que cargar mis ma-
deras, á bordo del Moravian, con destino
á Hamburgo. :
—Está entendido, respondió Juan. An-
tes de llegar á Quebec ya habrás entrega-
do los últimos fusiles y el último barril de
pólvora.
—Entonces todo va bien.
—Dime, Luis Lacasse, ¿tienes confian-
za en los hombres que te acompañan?
—Como en mí mismo. Son verdaderos
Juan Bautista (1); mas no se quedarán
atrás cuando haya que tirar tiros.
Juan le entregó entonces cierta cantidad
de piastras, que el bravo marinero dejó
caer, sin contarlas, en el bolsillo de su
ancha blusa.
Después, vigorosos apretones de mano
(1) Nombre que se da muchas veces á los
franco-canadienses que habitan en el campo,