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LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES
bió con ellos desistió de su empresa y se puso en
camino de la ciudad.
Comenzaba á subir la Cuesta de la Vega el cura
Merino, cuando quiso la casnalidad que se tropeza-
ra con Alfonso.
La cara de aquel hombre debió parecerle cono»
cida, 6 tal vez le fué simpática, pues es lo cierto
que, respondiendo al saludo de Alfonso, le dijo:
-—Dispensadme.
—¿Qué deseáis, señor cura? —le preguntó el hijo
de Lagares.
—Mi reloj debe estar descompuesto: ¿sabéis la
hora que es?
-—El reloj de palacio os responderá mejor que
. LM
En efecto, en aquellos instantes la capipana co-
menzaba á dar los cuartos.
Después, ambos pudieron contar hasta diez
golpez.
—¡Aún falta mucho! —exclamó el cura. ;
—¿Para qué, si no es impertinente la pre-
gunta?
—No: para la hora en la cual ha de salir para
Atocha la reina.
No dejó de producir extrañeza en Alfonso que
por aquellos días, y tratándose de un sacerdote, al
nombrar á doña Isabel, no hubiera dicho «la reina
nuestra señora» Óó «su majestad la reina».
Y dedujo que se trataba de un cura carlista: de
uno de aquellos sacerdotes que al decir misa, en
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