906 LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES
En la sonrisa que se dibujó en los labios de doña
Isabel pudieron conocer los consejeros de la Co-
rona que, si traasigía con que su marido fuese re-
gente por algunos días, era bien contra su volun-
tad, y sólo por evitar serios trastornos que dieran
margen á que el vulgo diera una vez más suelta á
las murmuraciones y las hablillas.
Detrás de los ministros tornó el anciano general
Castaños á la cámara regia. —
La reina le dijo lo que había pasado, y el va-
iiente militar y hombre experimentado le con-
testó:
— Estamos solos, y puedo hablar con entera
franqueza. Lo que tu marido pretende es un dis-
parate... una cosa que no se debe consentir,
—Lo mismo opino yo; pero ¿y la tranquilidad
del hogar? ¿Y quizás la paz del reino? ¿Y mi hon-
ra, si Francisco llega á decir que lo que llevo en
mis entrañas es fruto de adulterio?
—No lo hará: ningún hombre se complace en
- publicar su deshonra, sobre todo cuando no dispo-
ne de pruebas para justificar ante el mundo que
procuró salvarla.
—¡Ay!... : i
-—Tú harás lo que quieras de acuerdo con el Con-
“sejo de Ministros; pero de todos moúos, yo creo
- que no se debía dar ese poo sin el consentimiento
de las Cortes.
-—Están cerradas.
-—Pues se abren.