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el umbral, con la cabeza oculta entre las rodillas,
como una mujer que llora.
No se detiene para saludar; solo pregunta an-
siosamente: :
—¿Qué ocurre, madre mia?
El jóven prouncia estas palabras maquinal-
mente, casi adivina cuál será la contestacion.
—¡Oh hijo mio! ¡hijo mio! Bien te lo decia yo.
¡El ataud y las hachas!
CAPITULO XXIV.
LA FLOR DEL AMOR.
Hay mucha gente reunida al rededor de la gran-
ja de Abergann; pero no es una multitud turbu-
lenta ; muy lejos de ello, todos permanecen silen-
ciosos, con esa solemnidad de las personas que
asisten á un funeral.
Y de un funeral se trata, puesto que dentro
de la casa hay un ataud con un cadáver; es el de
aquella que si hubiese vivido, debia unirse con
Jacobo Wingate.
María Morgan ha sido en efecto victima del
despecho de un mónstruo: desapareció en aque-
lla embravecida corriente, que tan cruel como el
infame Coracle Dick, arrastróla entre sus ondas
inexorables.
Nadie estuvo allí para salvarla; el cobardo fran-
cés no hizo un solo esfuerzo para ello; limitóse á
contemplar con espanto la catástrofe, y oyó el
grito de agonía lanzado por la víctima al bajar á
su tumba.
Despues, todo acabó; y cuando Rogerio con-
templaba aun con horror la impetuosa corriente,
una densa nube ocultó la luna, y volvió á reinar
la oscuridad, cual si hubiese cubierto la tierra un
velo fúnebre.
Entonces no vió ni oyó nada, como no fuera el
sordo rumor del torrente; y de nada servia ya que
volviese presuroso á la casa con la terrible noti-
cia. Era demasiado tarde para librar de la muerte
á María e y solo gracias á la casualidad de
haber arrojado el agua su cuerpo á una orilla, se
pudo recogerle aquella misma noche.
Han pasado ya dos dias, y va á salir el entierro
de la casa mortuoria: Aunque la granja está dis-
tante, y muy diseminada la poblacion del distrito
inmediato, se ha reunido una numerosa comitiva,
no solo por las circunstancias extraordinas que
han concurrido en la muerte de la hermosa jóven,
sino por el respeto que inspira la familia de Mor-
gan. Todos visten sus mejores trajes, y allise ven
reunidos protestantes y católicos, para manifestar
sus simpatías, que en muchos son realmente sin-
ceras.
Nadie hace conjeturas acerca de la causa del
desgraciado suceso, ni se sospecha que haya sido
el resultado de un crimen. ¿Cómo se ha de creer
tal cosa? Al dia siguiente de la ocurrencia, el juez
instructor ha demostrado que esto no era sino un
fatal accidente debido solo á la casualidad.
La señora Morgan habia dado á conocer con
toda minuciosidad las circunstancias; despues se
reconoció el puentecillo, viéndose que faltaba la
tabla; y agregándose á todo esto el testimonio de
los labradores que solian pasar por allí, creyóse
el hecho suficientemente aclarado para proclamar-
le como casual.
De todos aquellos á quienes se pidió declaracion
solo uno habria podido hacer que se interpretara
el incidente bajo un punto de vista muy distinto;
y era el escribano Rogerio; Eg ha callado, la
verdad, porque tiene sin duda sus razones para
ello. Ahora posee un secreto con, el cual esclavi-
zaráóá Ricardo Dempsey toda su vida, convirtién-
dole en ciego instrumento para conseguir sus
fines, por inícuos que sean.
Se ha fijado para los doce la hora del entierro;
BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
hace poco que han dado las once, y ya se hallan
reunidos todos los que deben formar el fúnebre
acompañamiento. Los hombres permanecen en
grupos fuera de la casa; algunos vagan por el
jardin, y otros están en el patio.
En el interior se hallan las mujeres, varios pa-
rientes de la difunta, y amigos de la familia. To-
dos han entrado en la habitacion de la malograda
Maria Morgan, para contemplarla por última vez.
Allí está el cadáver en su ataud, no cubierto
aun; han vestido á la jóven con un ropaje blanco,
y sus facciones se conservan siempre hermosas,
pesar de la marmórea palidez de la muerte.
Los curiosos entran y salen; pero hay algunos
que no se mueven de la habitacion. La señora
Morgan, sentada junto al ataud, vierte copioso y
amargo llanto, y en vano tratan de prestarle con-
suelo las mujeres que la rodean.
En un rincon se vé un jóven que parece nece-
sitar tambien que calmen su dolor, acaso tanto
como la madre de María; de vez en cuaudo se le
oye sollozar con desgarradora angustia, y parece
que se va á romper su corazon: aquel jóven es
Jacobo Wingate.
Algunos se extrañan que esté allí, y que al pa-
recer se le trate con deferencia, pero es porque
ignoran qué cambio se ha producido en los senti-
mientos de la señora Morgan. Junto al lecho
de muerte, todos cuantos eran queridos de su
hija, lo son para ella; y harto sabe cuánto cariño
profesaba María al jóven Wingate, porque este
se lo ha dicho con lágrimas en los ojos y un
acento de cuya sinceridad no se podia dudar.
Pero ¿dónde está el otro que aspiraba á la mano
de María? No ha comparecido, ni siquiera para
ea el pésame y formar parte de la fúnebre comi-
iva.
Algunos observan su ausencia; pero ninguno
la censura, ni aun la señora Morgan, porque le
prsaos que hubiera sido un mal esposo para su
ija, sin contar que la mas profunda pena em-
barga demasiado su corazon para cuidarse de
semejante detalle.
Ha llegado el momento de cerrar el ataud, y
solo se espera al sacerdote para que. pronuncie
algunas palabras solemnes ; no se ha presentado
aun, y todos le buscan con. la mirada. El santo
varon tiene muchos deberes que cumplir, y tal
vez se halle detenido en otra casa mortuoria.
Sin embargo, no tarda en llegar: mientras
algunos hacen conjeturas sobre su tardanza,
óyese un rumor de pasos y un momento despues
se presenta el sacerdote.
Penetrando en la habitacion , avanza silencioso
hasta el centro, y detiénese junto al ataud; todos
los concurrente fijan su mirada en el hombre de
Dios mientras él dirige la suya al cadáver con
solemne gravedad y tristeza; y despues se le oye
murmurar en voz baja la oracion de difuntos.
Al fin se cubre el ataud : María Morgan queda
oculta para siempre á los ojos del mundo, y acto
contínuo se saca la caja de la habitacion.
No se ven á la puerta de la casa coches de lujo
ni caballos con negras plumas : el afecto reempla-
za á esa inútil y vanidosa ostentacion de la tumba:
el ataud se coloca en hombros de cuatro hombres,
á los cuales sigue la comitiva silenciosa.
Van primero á la capilla de Ferry , y despues
al cementerio: allí está ya abierta la tumba que
debe recibir el ataud; y despues de las acostum-
bradas ceremonias prescritas por el rito católico,
- ciérrase la sepultura.
Despues , todos los que han acompañado el
cadáver, se diseminan en diversas direcciones»
dejando los restos de María Morgan en su última
morada. 8
Hay , sin embargo, una persona que se aleja
del cementerio con la intencion de volver pronto,
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una persona que debia haberse unido con la di:
Si
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