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UNA BODA ARISTOCRÁTICA.
mer noble corazon que llevando consigo el des-
engaño, naufraga en el arrecife de las pasiones.
Mientras espera la salida del tren de Folkestone,
el capitan se entrega á las mas amargas reflexio-
nes; y con la esperanza de ahuyentarlas, baja á |
la sala de billar del hote!, donde hay magnificas
mesas.
El mozo le proporciona un partido; pero pier- |
de cuanto juega, y al poco tiempo se retira; bien |
es verdad que aunque hubiese ganado habria |
hecho exactamente lo mismo, porque nada le dis-
trae de sus tristes reflexiones.
El capitan sube de nuevo á su habitacion, y
apela al tabaco: un buen cigarro y una copa de
coñac contribuirán tal vez á reanimar su espíritu; ;
y despues de encender el habano, tira de la cam- |
panilla para que le suban la bebida; luego: se
sienta junto á la ventana y comienza á mirar á la
“alle.
Alli tambien vé una cosa que aumenta su pesar,
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aunque para otras dos personas supone la felici-
dad: es la comitiva de un casamiento, que debe
celebrarse en la iglesia situada frente al hotel,
iglesia en cuyo altar se habrán estrechado las
manos de muchas parejas, para unirse toda la
vida. En aquel instante se dispone una á penetrar
en el templo; los carruajes avanzan uno tras otro,
formando una larga fila; cocheros y lacayos visten
de toda gala, y hasta los látigos ostentan varios
adornos.
Con la sonrisa en los labios y el rostro radian-
te de alegría, los novios franquean las gradas del
templo y se pierden de vista en su interior; así
dentro del sagrado edificio, como en la parte ex-
terior, hay numerosos espectadores, y todos,
hasta el mas mísero, parecen alegres, cual si de-
biesen tener alguna intervencion personal en el
acontecimiento.
El capitan Ryecroft observa todo aquello con
muy distinta impresion, porque piensa cuán
El mayor Mahon.
poco faltó para figurar él tambien á la cabeza de
Una comitiva semejante, reflexionando al propio
tiempo que debe renunciar para siempre á este
placer.
Entonces exhala un suspiro, al que sigue una
exclamacion de cólera; y á juzgar por la violencia
con que tira de la campanilla, reconócese qué mal
efecto debe haberle producido lo que acaba de ver
Preséntase al punto un criado, y le dice con
VOZ breve:
—Id á buscar un coche.
—¿Le quereis de lujo, caballero?
—No; de cuatro asientos. Bajad al mismo tiem-
Po mi equipaje.
El capitan ha recogido ya todos sus efectos,
y el criado no tiene que hacer otra cosa sino car-
garse la maleta al hombro y bajar.
Un silbido del mayordon del hotel, que produce
con un pito de plata, basta para que se acerque el
coche á la puerta del edificio; cinco minutos des-
pues está cargado el equipaje, y el cochero arrea
su caballo apenas el capitan toma asiento en el
vehiculo.
Pero la actividad cesa al salir de Llangorren: el
coche avanza á paso de tortuga; si bien €s verdad
que Ryecroft no tiene ya prisa, pues aun llegará
demasiado pronto para tomar el tren de E olkes-
tone. Lo que deseaba ante todo era alejarse del
sitio donde acababa de presenciar una escena,
tan desagradable para él en semejantes Circuns-
tancias. /
Encerrado en el mísero vehículo, de dudosa lim-
pieza, el capitan trata de distraerse mirando las
tiendas, porque es demasiado temprano para que
haya paseantes en la calle del Regente. Por lo
pronto le ha entretenido un poco el contínuo
movimiento' de los brazos de su automedonte,
que semejantes á las arpas de un molino, le re-
cuerdan hasta cierto punto el Wye y el barquero
Wingate.
Pero poco despues, otra cosa le recuerda aquel
rio, aunque ocasionándole nuevo dolor: el coche
pasa por la plaza de Leicester, donde abundan
los anuncios de toda clase, y el capitan Ryecroft
los recorre con la vista, pero fijala solo con aten-
cion en uno de ellos. Es el anuncio de un gran
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