40 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
hallar contestacion; y cansada ya de esperar, se
dispone á volver á la casa, cuando cree oir cierto
rumor en direccion al embarcadero.
«¿Será él? murmura.
»La señora Murdock sigue escuchando, y oye
un ruido de remos.
No puede ser el bote que antes se alejaba, el
cual debe estar ya lejos; mientras que el rumor
que acaba de percibir se oye cada vez mas distin-
to. ¿Será que Rogerio llega en él?
No se ha engañado; es aquel á quien espera;
pues le está viendo junto á la roca, y tambien
puede distinguir su semblante, porque acaba de
encender un fósforo, como para buscar alguna
Cosa.
«¿Qué estará haciendo? murmura la señora de
Murdock. ¿Para qué examina un lugar que tiene
ya tan bien conocido?
»De buena gana llegaria hasta allí para pregun-
tar; pero quizás sea mejor no hacerlo, porque es
imposible que Rogerio se halle ocupado en algu-
na cosa que exija el secreto. Podria haber por allí
otra persona, y no conviene enterar á nadie. Es-
perará su vuelta. »
Asi lo hace la señora Murdock, acercándose ás
la escalerilla del embarcadero, donde recibe al
escribano cuando regresa de su breve é inexplica-
ble excursion.
—¿Qué ocurre? pregunta la dama apenas des-
embarca Rogerio. ¿Tenemos alguna novedad eno-
josa?
—Mas que esto; un verdadero peligro.
— ¡Cómo! explicaos.
—Un sabueso sigue la pista; y es uno de olfato
muy fino.
—¿Quién ?
—El capitan de húsares.
El diálogo que sigue entre Olimpia Regnault y
Rogerio no se refiere en modo alguno á Lewin
Murdock, que se juega su dinero con el mayor
entusiasmo; pero sí al temor de que le pierda
todo de una manera muy distinta.
Y durante la mayor parte de aquella noche, la
señora Murdock y Rogerio hablan largamente
sobre asuntos que les dan mucho que pensar, y
que son verdaderamente graves.
CAPITULO XXVI
UNA NOVICIA POR FUERZA.
« ¿Estoy soñando por ventura? Es realidad lo
que me sucede, ó habré perdido el juicio? »
Estas preguntas se hace con asombro una her-
mosa jóven, de aventajada estatura y noble as-
pecto, cuyas bellas facciones realza un abundante
cabello de color de oro.
Esta jóven es inglesa, aunque se halla en un
convento francés, en Bolonia; el mismo á que
pertenece el colegio en que se educa la hermana
del mayor Mahon; mas no es esta la jóven á
quien nos referimos, porque la señorita Mahon,
aunque hermosa, no es rubia sino morena, y
además tiene menos edad. Por otra parte, la
de que hablamos no parece disfrutar de libertad
para salir á la calle; diríase mas bien que está
encerrada, pues ocupa la celda mas interior del
convento, donde no se permite álas pensionistas
entrar, excepto dos ó tres, á quienes la superiora
concede privilegio especial.
Muy reducida es la celda que ocupa la jóven
del blondo cabello, y ofrece un conjunto de aus-
teridad que llama la atencion á primera vista:
un catre de tijera, una pequeña mesa de pino,
una diminuta palangana, con un jarro que pare-
ce una taza, y dos toscas sillas, constituyen todo
el ajuar de aquella celda de monja.
Las paredes están blanqueadas con cal, pero
en parte cubiertas de cuadros que representan
pasajes de la historia sagrada, 6 imágenes de
santos y santas; en una rinconera hay una pe-
queña estátua modelada en yeso, que es una figu-
ra de la Virgen.
Encima de la mesa se ven cuatro ó cinco libros,
incluso un Testamento y un devocionario; sus
encuadernaciones, adornadas con una cruz de
metal, indican ya cuál es el texto.
Este género de literatura no debe ser muy del
agrado de la jóven que ocupa la celda, puesto
que ha estado allí varios dias sin leer una sola
página, ni tocar siquiera los libros para exami-
narlos.
Y que la jóven no está allí por su voluntad, si
no muy contra ella, se deduce fácilmente de sus
palabras y el tono, así como tambien por su ac-
titud. Sentada en el borde del catre, acaba de
ponerse en pié, y levantando los brazos como
en ademan de súplica, rocorre con paso agitado
su reducida celda.
Al verla así, cualquiera podria imaginar que
ha perdido el juicio, como ella misma indicó an-
tes; y la suposicion no pareceria del todo des-
acertada al observar el brillo extraordinario de los
ojos y la palidez de las mejillas, que no indica
buena salud. Sin embargo, la hermosa jóven no
está enferma, nile aqueja ningun padecimiento
físico; diríase mas bien que es presa de alguna
afeccion moral. Vista en el momento en que ha-
blamos, tal se creeria ; pero las palabras que pro-
nuncia despues indican con harta evidencia que
está en su cabal juicio, aunque bajo el imperio
de una terrible agitacion', producida sin duda
por algun gravísimo disgusto.
«Esto debe ser un convento, murmura; pero
¿cómo ha venido á él? Y á no dudarlo me hallo
tambien en Francia, pues la mujer que me trae
la comida es francesa, lo mismo que esa otra
hermana de la Merced, segun ella se titula, aun
cuando habla mi propio idioma. Estos. enseres,
el catre, la mesa, las sillas y el aguamanil, es
todo de fabricacion francesa. En Inglaterra no se
encontraria tampoco una palangana y un jarro
como los que veo aquí.»
Al pronunciar estas palabras, la jóven mira los
objetos citados, que podrian recordarle los Viajes
de Gulliver al país de los pigmeos, si por casualidad
los hubiese leido. Tanto es así, que por espacio
de un momento parece olvidar su triste situacion,
como puede suceder muy bien á la persona que
ve una cosa ridícula y grotesca.
Sin embargo, pronto vuelve á sus reflexiones,
y paseando siempre por la celda, fija su vista en
la pequeña estátua de yeso, en cuya peana se lee
la siguiente inscripcion: Za Madre de Dios. Todos
los simbolos que allí hay dicen bien claramente
á la jóven que está en un convento, y un con-
vento de Francia.
«¡Oh, sí! exclama; esto es eyidente; ya no es-
toy en mi país natal; me han arrancado de allí
para conducirme á través del mar.»
Esta reflexion no es la mas á propósito para
tranquilizar á la jóven, ni explicarle por qué se
encuentra allí. Muy por el contrario, su espíritu
parece ofuscarse, y repite con acento angustioso:
«Pero ¿será esto un sueño, ó habré perdido los
sentidos? »
Asi diciendo, oculta el rostro entre sus blancos
y perfilados dedos, oprimiéndose despues las
sienes, como para reconocer si hay algun desar-
reglo en su cabeza.
No debe haberle, pues de lo contrario no racio-
cinaria como lo hace.
«Todo cuanto veo, continúa, meindica que es-
toy en Francia, pero lo que no puedo explicarme
es cómo he venido, ni quién me condujo. ¿En
qué he podido yo ofender al Todopoderoso, niá
persona alguna de este mundo? ¿Qué falta come-
tí para que me arrancaran de mi país, y de mi