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10 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
Todos salieron en pos de la primera autoridad,
y entre ellos el mayordomo, que con aire contris-
tado movia la cabeza como dudando del éxito de
las diligencias que habia comenzado á practicar
el alcalde con su acólito.
Llegados al sitio, cada cual comenzó á exami-
nar el terreno, no sólo debajo del balcon, sino á
gran distancia; pero todo fué completamente inú-
til; no se veia ni una sola huella ni el menor indi-
cicio que pudiera iluminar á la justicia.
Lo único que se hizo fué prender á un hombre
á quien se encontró entregado
al sueño entre
unas rocas; pero habiéndose reconocido que era
el guardacostas Pepe el Dormilon, dejósele en li-
bertad, preguntándole sólo si habia visto ú oido
alguna cosa durante las horas que estuvo de ser-
vicio. me
El alcalde opinó que seria ya inútil hacer más
indagaciones, y despues de dirigir un oficio á la
superioridad, manifestando lo ocurrido, dió por
terminada su mision.
En la tarde de aquel mismo dia, ála hora del
crepúsculo, hubiérase podido ver á dos personas
que recorrian la orilla del mar, pero bastante lejos
una de otra: eran el mayordomo de la condesa y
el escribiente del alcalde; el primero parecia posel-
do de un profundo sentimiento é inútilmente bus-
caba las huellas de su perdida señora, pidiendo ú
Dios de todo corazon que protegiese á la condesa
y á su hijo. El segundo buscaba tambien indicios;
pero sólo con el d de tener una oportunidad
para emborronar pliegos de papel sellado, y obte-
ner alguna buena remuneracion.
CAPÍTULO V.
LA REVANCHA DE PEPE.
Cuando Pepe el Dormilon se hizo dueño del se-
creto del capitan Despierto, que tan beneficioso
fué para él, ignoraba que su jefe tuviera entre
manos otro negocio por el estilo; y sentia como
un remordimiento por no haber cumplido rigoro-
samente con su deber, aunque no podia sospe-
char las terribles consecuencias que resultarian.
Sentia sobretodo no haber cumplido fielmente
con su deberes como vigilante, y resolvió ser muy
riguroso en la primera ocasion, para acallar en
parte el grito de su conciencia. Dominado por
esta idea, pidió á su capitan que le designase para
desempeñar otra noche su servicio en el mismo
punto. ?
Don Lúcas accedió á la peticion, enviando á
Pepe otra vez á la Ensenada, é inútil parece aña-
dir que el guardacostas durmió como la noche
anterior.
Dejémosle desempeñando su servicio, y veamos
lo que ocurria no muy lejos del punto donde vi-
cilaba el carabinero.
A eso de las diez de la noche, poco más ó me-
nos, y á favor de la densa niebla que se extendia
por la atmósfera, un buque avanzaba á toda vela
en direccion á la desembocadura de la bahía,
aventurándose entre un laberinto de rocas.
Por la forma del casco, las jarcias y las velas, un
inteligente habria reconocido que aquel buque era
de guerra, ó por lo menos que iba armado en cor-
so. La singular audacia con que se practicaba la
maniobra en medio de la oscuridad y de los arre-
cifes, indicaba que el piloto era un marino muy
práctico, y que conocia bien aquella costa pe-
ligrosa; y 4 juzgar por ciertas señales, hubiéra-
se creido asimismo que el comandante estaba en
inteligencia con alguno que debia hallarse en la
orilla.
Las olas se estrellaban furiosas contra las rom-
pientes, entre las cuales se deslizaba el buque sin
sufrir ningun contratiempo, hasta que al fin
llegó á la bahia en cuya demanda iba, y donde el
mar estaba más tranquilo.
Una vez en aquella bahía, practicóse una nue-
va maniobra para virar de bordo, y el buque
avanzó de nuevo con una celeridad que suponia
una numerosa tripulacion.
Poco despues, botáronse las lanchas al mar. y
llenas de tripulantes alejáronse en direccion á la
extremidad superior de la bahía, donde habia
algunas pequeñas casas.
Para acabar con el misterio, digamos sin ro-
deos que aquel buque era un corsario francés, y
que llegaba con la doble intencion de desembar-
car mercancias y hacer acopio de provisiones,
pues ya comenzaban á escasear á bordo. Añadi-
remos que el piloto era un antiguo y hábil pes-
cador de Elanchovi, recomendado por el capi-
tan Despierto al comandante del buque.
El oficial de guardia se paseaba silenciosamen-
te sobre cubierta, unas veces escuchando el ru-
mor de las olas, y deteniéndose otras como para
reconocer si cambiaba la direccion del viento.
Una hora habria pasado de este modo, cuando
oyó varias detonaciones, seguidas de un nutrido
tiroteo, al que pareció contestar una descarga:
poco despues, el oficial divisó las dos lanchas que
se acercaban rápidamente al buque.
Pepe era el autor de todo esto; con gran senti-
miento de su capitan, babia dado la voz de alar-
ma á todos los guardacostas, deseoso de apresar,
si era posible, alguna de las lanchas; pero habia
acudido demasiado tarde, y á pesar de su celo,
aquellas se pusieron en salvo cargadas de ganado
y de otras provisiones de toda especie.
El último hombre que pasó á bordo por el por-
talon, cuando ya se izaban las lanchas, era un
marinero canadense de gigantesta estatura, y al
parecer de gran vigor; llevaba en los brazos un
niño, que á juzgar por su inmovilidad, hubiérase
creido que habia espirado; pero de vez en cuando
un estremecimiento indicaba que aún habia vida
en aquel pequeño cuerpo.
—¿De dónde diablos traes eso, muchacho? pre-
guntó el oficial de guardia al marinero.
—Con vuestro permiso, mi teniente, guardaré
aquí este contrabando; es un niño que hallé en
un bote, medio muerto de hambre y frio; una
mujer, bañada en su sangre y ya muerta, le tenia
* aún en sus brazos; y no me ha costado poco sacar
la embarcacion del sitio donde se hallaba, porque
los españoles la espiaban, creyendo que era una
de los nuestros. Un maldito guardacostas, sobre
todo, parecia haberla tomado conmigo, y no de:
jaba de hacer fuego contra mi; pero gracias á su
torpeza, no me tocó una sola vez. Deseoso de
salvar este pobre niño, sólo pensé en alejarme; |
pero si otra vez volvemos, procuraré tomar la
revancha. ¿
—¿Y que piensas hacer con ese niño? preguntó
el capitan.
—Cuidaré de él hasta que se haga la paz, y
entonces volveré aquí á fin de averiguar á quién
pertenece.
Por desgracia, lo único que debia saber el mar
rino era que el niño se llamaba Fabian, y que la
mujer asesinada era su madre.
Dos años pasaron sin que el corsario francés
volviese á la costa de España.
El cariñoso afecto del marinero canadense al
niño que habia prohijado y que no era otro sin0
el conde Fabian de Mediana, fué siempre en au-
mento; y era curioso y conmovedor espectáculo
¿4 la vez, observar la ternura, casi maternal, con
que aquel rudo marinero trataba al niño, valién-
dose de mil astucias para obtener un aumento
de racion, á fin de alimentar tambien á su proht-
jado. El canadense debia batirse con frecuencia Y
exponer á cada momento su vida; pero abrigaba
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