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LOS MERODEADORES DEL BOSQUE. 33
aire de asombro, moviendo desdeñosamente los
labios, aunque atendida la libertad del trato en
Méjico, y el servicio que debia al gambucino, po-
dia dispensar su franqueza. :
Tiburcio esperaba la contestacion con el cora-
zon palpitante, mas no tuvo que aguardar mucho,
pues en la hija de don Agustin todo era espontá-
1e0, y pasado un momento respondió estas pa-
labras: o
— Esta noche á las diez estaré en mi ventana.
En aquel mismo instante entró un criado para
anunciar que se iba á servir la cena, y todos pa-
Saron al comedor, donde en una larga mesa, cu-
bierta de suculentos manjares, veiase una mag-
hífica vajilla de plata de antiguas formas, en la
que se reflejaba la luz de numerosas bujías.
En el extremo superior de la mesa tomaron
asiento don Agustin y sus principales huéspedes,
tosario se colocó á la izquierda de su padre y
Arechiza á la derecha, siguiendo despues el sena-
dor, el capellan y Pedro Diaz. En el extremo in-
ferior se hallaban Tiburcio, Cuchillo, Baraja y
Oroche.
Muy pronto comenzó á reinar la alegría entre
0s convidados; hablóse de la expedicion y se
Pronunciaron varios brindis por su buen éxito.
448 copas de plata, llenas de exquisito vino,
pasaban de mano en mano, contribuyendo al
en humor.
—Señores, dijo don Agustin cuando hubo ter-
Minado el banquete, antes que os retireis tendre el
Onor de invitaros á una cacería de caballos sal-
Vajes que he dispuesto para mañana.
Por lo que hace á Tiburcio, ya comenzaba á
Martirizarle la pasion de los celos; apenas probó
AS ricas viandas que pasaban de mano en mano,
Y no apartaba la vista de Arechiza, quien duran-
€ la cena pareció tener marcadas atenciones con:
tOsario, á cada una de las cuales dirigia el jóven
don Estéban una mirada de ódio.
Era todavía bastante temprano cuando todo el
Mundo se retiró á descansar, pues tal es la cos-
úmbre en las haciendas; hasta el patio quedó
esierto, y pronto reinó un silencio profundo;
Pero no todos dormian.
CAPÍTULO XV.
CONFERENCIA.
Solo en su cuarto, Tiburcio esperaba impa-
“iente la hora designada por Rosario.
Desde su ventana contemplaba distraidamente
a llanura que se extendia delante de la hacienda
en un gran espacio. El astro de la noche ilumina-
A el camino que conduce á Tubaco, semejante
£h aquel momento á una ancha faja plateada
Prolongándose á través del bosque.
"odo parecia dormido en la selva; no agitaba
las hojas el más leve soplo de la brisa; sólo de vez
£n cuanto percibianse extraños sonidos, gritos ron-
“os de las fieras, ó el mugido de algun toro ataca-
do por el puma ó el jaguar.
A intervalos parecíale á Tiburcio percibir tam-
zen otro sonido; pero en la misma hacienda:
gran las notas de un bandolin, muy oportunas cn
quel momento para inspirar ideas amorosas. Así
“omo todos aquellos que han pasado su vida en
las soledades del desierto, el carácter del jóven era
en el fondo poético, lo cual no disminuia en nada
Su enérgico valor para arrostrar los peligros.
Mientras reflexionaba tristemente sobre su si-
ación, vió de pronto una cosa que no dejó de
“xtreñarle: era el resplandor de un fuego encen-
dido en el bosque, no muy lejos de la hacienda:
aquello indicaba seguramente la presencia de al-
sunos viajeros.
“¿Que significará esto? pensó Tiburcio. ¿Por
qué esos viajeros, hallándose tan cerca de la ha-
cienda, no han venido á pedir hospitalidad? Al-
guna razon tendrán para procededer asi. ¿Quién
sabe si serán amigos ignorados? Algunas veces
los envia la Providencia á quien los necesita. Don
Estéban, el pomposo senador y Cuchillo parecen
ser mis adversarios, y se hallan bajo el mismo
techo; tal vez esos que se ocultan sean por esta
razon desconocidos protectores.»
La hora de la cita habia llegado ya: Tiburcio
tomó su poncho y su cuchillo, única arma que
poseia, y preparóse á salir de la habitacion sin ha-
cer ruido. Su corazon latia con frecuencia, pues
dentro de pocos minutos iba á ser feliz Ó desgra-
ciado.
Antes de salir miró una vez más el bosque y
vió el mismo resplandor.
Mientras el jóven Arellano avanzaba cautelo-
samente por la larga galería, dirigiéndose hácia el
lado en que se hallaba la ventana de Rosario, en
otro sitio de la hacienda ocurria una escena muy
distifila que importa conocer.
Desde su llegada á la hacienda, Arechiza no
habia tenido apenas oportunidad para hablar con
el hacendado sobre asuntos que á los dos concer-
nian; sólo un momento estuvieron solos, y en-
tonces se limitó don Estéban á manifestar á don
Agustin cuál era el contrato que habia hecho con
Cuchillo. Al hablar del Valle del Oro, el hacenda-
do no pudo reprimir un gesto como de disgusto;
pero el diálogo fué muy breve y quedó aplazado
para otra hora. dnd
Arechiza habia esperado á que todos se retira-
sen, y entonces, acercándose con el senador á la
ventana de la sala, dijole señalando al cielo:
— ¡Mirad! ¿veis esa constelacion que os indico?
Es el Carro que ahora se eleva sobre el horizonte
oriental. ¿Veis ahora más allá, esa otra estrella
solitaria que apenas brilla 4 través de los vapo-
res? Pues bien, ese es el emblema de la vuestra,
que pálida ahora, podrá ser mañana un astro re-
fulgente.
—¿Qué quiere decir el señor de Arechiza?
—Ahora os lo diré. Tal vez está más cerca de
lo que pensais la hora de que se os reconozca
como futuro dueño de esta hacienda, mediante
vuestro enlace con la hija de su altual propietario,
única heredera; pero por lo pronto: venid á mi
habitacion, pues la conferencia que voy á tener
con,don Agustin será decisiva y conviene que se-
pais cuanto antes el resultado.
El senador siguió á don Estéban, palpitándole
el corazon de esperanza y de temor.
El propietario de la hacienda del Venado se
habia mostrado muy deferente con Arechiza segun
ya hemos visto, pero su cortesía delante de testí-
gos no era ni con mucho tan respetuosa como
cuando estaban solos. Don Estéban por su parte
parecia aceptar el homenaje del opulento pro-
pietario, cual si creyese que le era debido, y aun-
que trataba tambien cortesmente á don Agustin,
parecia que sus relaciones eran como las que
pueden existir entre un soberano poderoso y un
noble vasallo. e
Sólo despues de reiteradas invitaciones consin-
tió don Agustin en tomar asiento junto al espa-
ñol, que se habia dejado caer con cierto abando-
no cn el sofá. E : A
Don Agustin eds en silencio á que Arechiza
le dirigiese la palabra. : q
—Vamos, dijo este; ¿qué pensais de vuestro
futuro yerno? Presumo que no le habriais visto
antes.
—Nunca, contestó don Agustin; pero aunque
estuviese menos favorecido por la naturaleza, esto
no seria obstáculo para realizar nuestros pro-
yectos.
— Yo le conozco, replicó Arechiza, y debo de-
ciros que es todo un caballero, sin contar que