Full text: Los merodeadores del bosque

  
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sometia á las ambiciosas miras de su padre, y que 
siendo él noble y rico, venceria fácilmente á tan 
pobre rival como el senador. 
Sin embargo, amaba á la hija de don Agustin 
con sincera pasion, y la idea de obtener su mano 
sólo por los tesoros que pudiera poseer, le desilu- 
sionaba del todo. Por otra parte, no se le oculta- + 
ba que el canadense le habia consagrado el más 
cariñoso afecto, considerándole como el único ob- 
jeto de su vida, y que deseaba ser su inseparable 
compañero en el desierto. Ahora bien, ante un 
amor en el que ya no tenia esperanzas, por una 
parte, y los secretos deseos del hombre que le 
trataba como un padre, Fabian resolvió sacrificar 
generosamente sus ilusiones y sus proyectos; y 
él, que no tenia que hacer más que alargar la ma- 
no para obtener las cosas que se ambicionan ante 
todo en el mundo, riquezas, títulos y honores, 
pensaba lo mismo que el hombre que despues de 
perder sus ilusiones desea la soledad del claustro 
para olvidar lo pasado. 
Para Fabian: de Mediana, el desierto era el 
claustro, y una vez vengada su madre, restábalé 
únicamente sepultarse en él. 
Sólo le quedaba la esperanza de que en medio 
de los peligros de su vida aventurera, algun en- 
cuentro con los indios cortaria pronto el hilo de 
su existencia, Habia ocultado cuidadosamente del 
canadense el amor que le dominaba; pero en el si- 
lencio de la noche sondeaba su corazon, y enton- 
ces, semejante á la luz que brilla sobre las gran- 
des ciudades, y que el viajero contempla con ale- 
gría, aparecíasele una imágen radiante y querida, 
que desde la pared de un jardin le suplicaba que 
volviese á su lado. 
Llegado el dia, el heróico jóven trataba de ocul- 
tar bajo una calma aparente su profunda tristeza, 
escuchando con resignacion cuando el canadense 
le hablaba sobre sus futuros planes. La ciega ter- 
nura del cazador no adivinaba el abismo bajo la 
tranquila superficie del lago. Pepe comprendia 
mejor la situacion. 
—Paréceme, decia este último, fijando su vista 
en la corriente del Gila, que los habitantes de Ma- 
drid darian algo porque el Manzanares llevase 
ese caudal de agua. Y hablando de otra cosa, se 
me ocurre que hemos perdido más de un dia, que 
se podria haber aprovechado para acercarnos al 
Valle del Oro. 
—Convengo en ello, repuso el canadense; pero 
el muchacho (así llamaba el cazador á Fabian) 
no está acostumbrado como nosotros á las mar- 
chas penosas, y aunque sesenta leguas en doce 
dias no sean gran cosa para nosotros, lo es para 
él; pero cuando haya estado un año en nuestra 
compañía, aún nos aventajará. 
Pepe no pudo menos de sonreirse al oir esta 
contestacion. 
— Ved, dijo, señalando á Fabian, cómo ha cam- 
biado en pocos dias; en cuanto á mí, á la edad 
que él tiene habria preferido la mirada de una 
hermosa jóven y las comodidades de una ciudad 
á las magnificencias del desierto. Yo opino que 
no es la fatiga sólo la que ha producido en el 
jóven ese cambio. "Tiene alguna secreta pena que 
no nos ha confiado; pero ya la descubriré yO 
algun dia de estos. 
Los dos cazadores miraron silenciosamente 4 
Fabian. 
—Ese es el último descendiente de log Media- 
has, dijo Pepe suspirando. 
—¿Y qué me importan á mi los Medianas ni 
su poderosa raza? replicó el canadense, yo no 
conozco sino á Fabian; cuando le salvé consa- 
grándole cl mismo cariño que si fuera hijo mio, 
no pregunté quiénes eran sus antecesores. 
—Le despertareis si hablais tan alto, dijo Pope, 
vuestra voz parece el mugido de una catarata. 
- ——¿Pues por qué me estais recordando siempre 
  
BLIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA 
cosas que yo quiero olvidar? Yo sé que algunos 
años en el desierto le acostumbrarán..... 
—0Os equivocais de medio á medio, compañe- 
ro, si imaginais que esperándole un brillante 
porvenir en España, consentirá en vivir en el 
desierto. lso es bueno para nosotros, no para él. 
— ¡Cómo! ¿no es acaso el desierto preferible á 
las ciudades? exclamó el canadense, tratando en 
vano de ocultarse que Pepe tenia razon. ¿No ha 
nacido el hombre para el movimiento, para com- 
batir y explorar los desiertos? 
—¡Vaya, cierto que sí! dijo Pepe con cómica 
gravedad; la prueba la teneis en que las ciudades 
están desiertas y los desiertos poblados. 
—No os chanceeis, Pepe, porque hablo de 
cosas sérias; yo haré que le sea agradable esta 
vida. Juzgad por vos mismo, que no deseais vol- 
ver ya á vuestro país desde que habeis conocido 
los encantos de esta /vida errante. 
—¡Oh! amigo mio, hay una gran diferencia 
entre el heredero de los Medianas y Pepe el guar- 
dacostas: á él le espera una fortuna, un gran 
nombre y un magnifico palacio, mientras que á 
mi me enviarian á pescar á* Ceuta, género de vi- 
da que no me hace maldita la gracia. Es verdad 
que me hallo expuesto aquí á que me desuellen 
el cráneo los indios; pero de todos modos, más 
temo á la ciudad. 
—Fabian, replicó el canadense, vivió siempre 
en la soledad, y confio en que preferirá la calma 
del desierto al tumulto de las ciudades. ¡Qué so- 
lemne es el silencio que nos rodea! ¡Ved qué 
tranquilamente duerme el muchacho, arrullado 
por el murmullo de las aguas y la brisa que agita. 
las cañas! 
Pepe movió la cabeza con aire de'duda. 
—Mirad, añadió el canadense, esos caballos 
salvajes que se acercan al rio para beber; ved qué 
felices parecen con su libertad..... De buena gana 
despertaria al muchacho para que las viese y ad- 
mirara. 
—Dejadle dormir, compadre, repuso Pepe; 
quizá en su sueño vea algunas formas más gra- 
ciosas que las de esos caballos del desierto, de 
esas formas que se distinguen á veces detrás de 
las persianas de un balcon ó á través de una reja. 
El canadense dejó escapar un suspiro, y suce- 
dió una breve pausa, hasta que el cazador fijando 
la vista en un punto exclamó de pronto: 
—|¡Mirad! Pepe, ahora cambia la escena, mi- 
rad qué magnífico ciervo avanza hácia el rio, 
husmeando á cada instante y con el oido atento. 
¿No os parece que el ciervo 'es el emblema de la 
libertad? 
—Si, hasta que llegan los lobos y se reunen 
para perseguirle y hacerle pedazos. Ese ciervo 
estaria más satisfecho seguramente en un parque 
real. Cada cosa á su tiempo, amigo mio; á la 
vejez le agrada el silencio, y á la juventud el 
ruido. 
El canadense trataba en vano de ocultarse lo 
que reconocia: tocaba la gota de hiel que hay en 
el fondo de toda copa de felicidad; Dios no per- 
mite que exista dicha completa, porque entonces 
seria demasiado doloroso morir, ni tampoco que 
sólo conozcan la miseria los mortales, pues en- 
tonces seria doloroso vivir. 
De repente se oyó el aullido del lobo de las 
Praderas. DA 
—¡Qué os habia dicho! exclamó Pepe; ahí te- 
neis ya los lobos; ahora vereis qué poco tiempo 
disfruta la libertad el pobre ciervo. 
—Voy á despertar á Fabian, dijo el cana- 
dense. 
--S1, podeis hacerlo ahora, porque despues de 
un sueño de amor, una cacería es lo más propio * 
para un noble, 
—¡Oh! esto no se vé en las ciudades, murmuró 
el canadense. 
  
  
  
  
 
	        
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