Full text: Los merodeadores del bosque

  
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el guerrero del norte le pidiera gracia de la vida. 
—Otra preposicion haré, replicó el cazador. 
—El jefe indio escucha. 
—Si jurais por el honor de guerrero y las ceni- 
zas de vuestros padres dejar en libertad á mis 
compañeros, cruzaré el rio solo, sin armas, y me 
entregaré. 
— ¿Estais loco? exclamó Pepe. 
—Si dais un paso, exclamó Fabiansprecipitán- 
dose hácia el cazador, os mato en el acto, y nos- 
otros moriremos despues. 
El canadense no pudo resistir á las instancias 
de sus dos amigos, y estrechó sus manos con 
efusion. 
—El guerrero del norte, replicó la voz, puede 
estar seguro, bajo mi palabra de guerrero, que su 
vida será respetada; pero sus tres compañeros 
deben morir. 
El cazador no se dignó siquiera contestar; y 
viendo el indio que no obtenia respuesta, añadió: 
—Mis guerreros rodean la isleta y ocupan las 
orillas; nuestra sangre ha corrido y debemos ven- 
garla con la de los blancos. El Pájaro negro quiere 
coger vivos á los hombres pálidos, para forrar 
con su piel la silla del caballo de guerra, y con- 
servar los cráneos como trofeo de venganza. Es- 
peraremos aqui, aunque sean quince dias, para 
apoderarnos de nuestros enemigos. 
A de proferir estas terribles amenazas, el 
jefe indio desapareció entre los árboles. 
—¡Ah! murmuró el generoso canadense, yo lo 
maza arreglado todo, pero ya es demasiado 
tarde. 
—¡Bah! exclamó su compañero, aún nos que- | 
dan quince dias de vida, y entretanto podremos 
pescar para distraernos. 
—Lo que debemos hacer es emplear útilmente 
las horas antes de que amanezca, dijo el cana- 
dense. E 
—¿En qué? 
— ¡Par diez! en escaparnos. 
—Pero ¿cómo? a td : 
—Hé aqui la cuestion. ¿Sabeis nadar, Fabian? 
—¿Cómo me hubiera escapado si no del Salto 
de Agua? 
— Teneis razon; no sé lo que me digo..... 
-—Pero no advertis, interrumpió Pepe, que hay 
aqui uno que no puede nadar. ca 
- Y señaló al herido. E e 
—¿Qué importa? Vale tanto su vida como la 
del último de los Medianas. : 
—Tal vez tenga hijos que llorarian su muerte, 
observó Fabian. 
— Y seria una mala accion, añadió Pepe, que 
ños traeria mala suerte. 
—Pues bien, Fabian, dijo el canadense, sois 
un buen nadador y podríais escapar. Intentadlo. 
_— Nada me inporta la “vida sin vos, contestó 
Fabian moviendo la cabeza negativamente; me 
quedaré aqui. 
—¿(Qué podemos hacer pues? 
—Pensemos, dijo Pepe. 
Al poco tiempo, las llamas de varias hogueras 
encendidas por los apaches en las orillas del rio, 
iluminaron con un resplandor rojizo la superficie 
liquida, lo cual oponia un grave obstáculo á todo 
proyecto de fuga. 
Sin embargo la niebla iba condensándose cada 
vez más, y muy pronto no se divisaron ya ni aún 
las orillas; las llamas de las hogueras, palidecien- 
do sensiblemente, aparecieron sólo como puntos 
luminosos perdidos en el espacio. 
CAPÍTULO XXXVII. 
UN ESFUERZO PRODIGIOSO. 
Vigilados por enemigos á quienes no podian 
- ver, érales imposible á los cazadores desahogar 
  
BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA. 
su cólera matando algunos salvajes; y por otra 
parte. conocian demasiado bien la implacable 
obstinacion de los indios para no comprender 
que el Pájaro negro no se expondria ya á perder 
un solo hombre. 
Contristados por estas ideas, Fabian y sus 
compañeros permanecian silenciosos y resigna- 
dos á sufrir su suerte más bien que intentar la 
fuga, pues no querian abandonar al infeliz he- 
rido. 
—Todo duerme á nuestro alrededor, dijo de 
pronto Fabian, rompiendo al fin aquel lúgubre 
silencio, así los indios en las orillas, como todo 
lo que tiene vida en el bosque y el desierto; y 
hasta la corriente del rio parece deslizarse con más 
lentitud. ¿No seria oportuno intentar ahora el 
paso á la orilla? : 
— ¡Los indios dormir! Sí, repuso Pepe, como 
el agua que parece estancada y sigue sin embar- 
go su curso; no dariais tres pasos por el rio sin 
ver detrás de vos á esos demonios, como lobos 
hambrientos que persiguen á un ciervo. ¿No teneis 
nada mejor que proponer, amigo canadense? 
—No, contestó el cazador suspirando tristemen- 
te; pero no perdamos del todo la esperanza, por- 
que ese Dios que nos ha reunido tan milagrosa- 
mente, se dignará tal vez dispensarnos su pro- 
teccion. 
—¡Ah miserables! gritó de pronto Pepe levan- 
tándose. ¡Mirad! 
Una luz rojiza atravesaba lentamente la capa 
de vapores que se extendia sobre la superficie del 
rio, pareciendo mayor á medida que se acercaba; 
pero lo más singular era que esta luz estaba en 
las aguas. 
Los tres cazadores quedaron admirados al pron- 
to, mas no tardaron en recobrarse de su asombro, 
reconociendo al punto la causa. 
— Ya sé lo que es, 
seguridad como si me 
dios. ' 
—¡Toma! repuso Pepe, es un brulote, con el 
cual quieren incendiar nuestra isla. 
La luz flotante iluminaba ya en bastante ex- 
tension la liquida superficie: en aquel momento 
reconoció Pepe la forma de un indio en la orilla, 
y no pudiendo resistir en la tentacion, apuntóle 
con su carabina é hizo fuego. . 
El apache cayó en tierra. 
—¡Triste y tardía venganza! dijo el canadense; 
nada adelantaremos con eso. 
—¡No importa! gritó Pepe, cuantos más ene- 
migos mate, más tranquilo moriré; y en cuanto á 
vos, inútil es que mireis tanto al fuego si no se 
os ocurre medio alguno para desviarle. 
Tal vez lo encuentre, contestó el cazador con 
indiferencia; por lo pronto observo algo que me 
indica que los indios no son siempre infalibles en 
sus cálculos, y si no fuera porque una lluvia de 
balas nos obligaria á ocultarnos, tanto me impor- 
taria ese fuego como una mosca volando por los 
aires. : 
En efecto, al confeccionar su brulote los indios 
habian calculado el espesor de modo que la yerba 
húmeda pudiera secarse al calor de la llama antes 
de llegar á la isleta; pero habiéndose empapado 
en el agua más de lo que se SUpuso, retardóse la 
combustion. ! 
Esta cireunstancia no habia pasado desaperci- 
bida por el canadense, que adelantándose con un 
palo en la mano, quiso hundir el brulote; pero al 
intentarlo sucedió lo que habia predicho: una 
lluvia de balas y de flechas le obligó á retirarse. 
   
  
—¡ Vamos! murmuró, ya veo que están resuel- | 
tos á cogernos vivos. 
dijo el canadense, don tanta | 
lo hubieran dicho losin- f 
  
n 
Sin embargo, el brulote se acercaba; algunos. 
minutos más, y era evidente que prenderia el fue- 
go á la isieta; mas en el mismo instante deslizós€e 
el cazador en el agua y desapareció, y pocos mo” 
  
  
  
 
	        
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