Full text: Los merodeadores del bosque

  
  
3 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA. 
El canadense no terminó la frase, quedando 
sumido en una profunda meditacion. Para aquel 
hombre, que habia vivido libremente tantos 
años en el desierto, renunciar á su género de vida, 
era la muerte; pero separararse de Fabian le 
parecia mucho peor aún. El desierto y la compa- 
nía de aquel jóven eran los afectos dominantes de 
su existencia, y figurábasele imposible verse 
privado de una cosa y otra. 
Su meditacion fué interrumpida por Pepe, y 
habiendo seguido con la mayor atencion el movi- 
miento de la isleta, vió delinearse de pronto mar- 
cadamente á través de la niebla las formas de los 
árboles. 
— Vamos mal, dijo Pepe, ¿no distinguis las co- 
pas de los sáuces? 
—$Sí; y á juzgar por los fuegos, es evidente 
que apenas hemos avanzado nada en media hora. 
Aún no habia acabado de hablar el cazador, 
cuando la isleta comenzó á moverse rápidamente 
y se vieron con toda claridad los árboles, pudién- 
dose distinguir tambien, aunque vagamente, Jas 
formas de un indio. Hallábase este junto á una 
hoguera, y los viajeros observaron que dirigia 
atentamente la vista á su alrededor, fijándola des- 
pues detenidamente, cual si quisiera reconocer 
los objetos á través de la niebla. 
— ¿Tendrá alguna sospecha? preguntó el cana- 
dense. ) 
—¡Ah! si una carabina no hiciese más ruido 
que la flecha, tendria un especial placer en enviar 
á ese búfalo humano á montar la guardia en el 
otro mundo, repuso Pepe. : 
En aquel momento notaron que el indio, cla- 
vando su lanza en el suelo, colocaba una mano 
sobre sus ojos como para concentrar los rayos vi- 
suales, y que inclinaba el cuerpo hácia delante, 
agachándose como el tigre que se dispone á saltar 
sobre su presa. Despues de permanecer un buen 
rato en esta posicion, el guerrero apache se diri- 
gió hácia la orilla y perdióse de vista, pues no era 
posible distinguir nada fuera del círculo de luz 
formado por la hoguera. “3 
Aquel fué un momento de ansiedad para los 
fugitivos. Eo 
« —¿Nos habrá visto? murmuró Pepe. 
— Temoque sí... $ 
A poco oyóse un grito, que se repitió en la 
opuesta orilla: era sin duda la señal de los centi- 
nelas, pues todo volvió á quedar silencioso, y los 
fugitivos vieron al mismo guerrero apache si- 
tuarse de nuevo junto á la hoguera. 
Sin embargo, la isleta continuaba acercándose 
á la orilla. 
—A. este paso, dijo el canadense, poco tarda- 
remos en caer en manos de nuestros enemigos. 
Si pudiésemos remar un poco con esa gran rama, 
pronto volveríamos al buen camino; pero temo 
que el ruido nos descubra, 
_ —Aunque así sea, replicó Pepe, es lo que de- 
bemos hacer; mejor es correr la eventualidad de 
descubrirnos, que de caer sin remedio en poder 
de esog demonios; pero antes veamos si la cor- 
riente que seguimos ahora se dirige hácia la orilla; 
en este caso, ya no debemos vacilar, y aunque el 
tronco de esa rama produzca más ruido en el agua 
que un remo, será indispensable servirnos de él. 
Al decir esto, Pepe cortó un pedazo de corteza 
de un tronco y le arrojó al agua, inclinándose 
despues ansiosamente, así como su compañero, 
para ver la direccion que seguia. 
Precisamente en aquel sitio habia un remolino, 
y durante un momento, la corteza giró trazando 
circulos cual si fuera á hundirse; pero de pronto 
siguió una direccion opuesta á la orilla á que se 
encaminaba la isleta. 
Los dos cazadores dejaron escapar una excla- 
macion de alegría; cuando á los pocos momentos 
observaron que la isleta permanecia un minuto 
  
inmóvil y flotaba despues en otra direccion. La 
densidad de la niebla les indicaba que iban ya por 
el buen camino. 
Pasó como una hora entre esas alternativas de 
temor y esperanza; las hogueras no se distinguian 
ya sino como puntos luminosos perdidos en el es- 
pacio, y los fugitivos pudieron reconocer que 
estaban fuera de peligro. 
Tranquilizado por esta creencia, el canadense 
se situó en un extremo de la isleta y comenzó 4 
remar con vigor, hasta que aquella, dejando de 
glrar, avanzó con rapidez por la corriente, seme- 
jante á un caballo al que se han permitido sus 
caprichos, haciéndole obedecer despues á la es- 
puela y la brida. 
—No tardará en amanecer, dijo el canadense, 
y por lo tanto será conveniente desembarcar 
cuanto antes, para continuar la marcha con más 
, ligereza, pues esta extraña balsa no es tan rápida 
como yo quisiera. 
—Bien, contestó Pepe, desembarquemos donde 
qneraís, pues aunque entorpecerá un poco condu- 
cir al herido, siempre andaremos una legua por 
hora. 
Y volviéndose hácia el jóven, le preguntó: 
—¿0s parece, don Fabian, que estará. muy le- 
jos aún el Valle del Oro? 
— Ya visteis cómo se ocultaba el sol detrás de 
aquellas montañas; estas son las que encierran el 
valle, situado en la falda, y opino que no debe- 
mos estar muy lejos. 
El canadense imprimió poco despues á la isleta 
una direccion oblicua; y al cabo de un cuarto de 
hora chocó violentamente contra la orilla. 
Pepe y Fabian saltaron al punto en tierra, y si- 
guióles el canadense, llevando en brazos al heri- 
do, al que depositó cuidadosamente en el suelo. 
El infeliz mejicano, despertándose con este mo- 
Nimiento abrió los ojos, dirigió al rededor una 
mirada de asombro y murmuró: 
—iVirgen santa! ¿oiré de nuevo esos horribles 
alaridos? di E 
—No, amigo mio, contestó Pepe, los indios se 
hallan ahora lejos y estamos seguros. En cuanto 
á VOS, sino Os sentís con fuerza para andar, cons- 
truiremos unas paribuelas para conduciros, pues 
no podemos perder tiempo, puesto que apenas se 
reconozca la desaparicion de la isleta, esos picaros 
indios continuarán la persecucion más furiosos 
que nunca. 
Tal era el temor de Gaiferos y su deseo de esca- 
par, que olvidando sus padecimientos físicos, de- 
claró que seguiria á sus libertadores mientras tu- 
viera fuerzas para ello.. 
Aún debemos tomar una precaucion, dijo el ca- 
nadense; es preciso destruir esa balsa que tan útil 
nos ha sido, y á la cual debemos nuestra salva- 
cion, porque importa ante todo no dejar señal al- 
guna de nuestro paso. 
Los dos cazadores y Fabian pusieron al mo- 
mento manos á la obra; y la isleta, resentida ya 
por el choque que acababa de sufrir, y mermada 
por haber arrastrado la corriente algunas partes, 
no opuso gran resistencia á los esfuerzos reuni- 
dos de los tres hombres. Los troncos de los árbo- 
les fueron separados en pocos minutos, dispersá- 
ronse las plantas en todos sentidos; y arrastrado 
todo por la corriente, muy pronto no quedó ves- 
tigio de la isleta formada lentamente en el trascur- 
so de algunos años. . > 
Cuando se hubo perdido de vista la última 
rama, los dos cazadores borraron las huellas que 
habian dejado y preparáronse á marchar. Prime- 
ramente introdujéronse en el agua, para no dejar 
señales de su paso y hacer creer á los indios que 
hebian permanecido en la isleta. Era demasiado 
fatigoso para ellos andar rápidamente; pero al 
cabo de una hora cuando ya iba á serles necesario 
descansar, llegaron á la bifurcacion de dos 1108 
  
 
	        
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