LOS MERODEADORES DEL BOSQUE.
bjeto en que se acababan de fijar sus miradas:
era una especie de balija que reconoció como
perteneciente á Cuchillo.
- —Mirad, señor de Arechiza, dijo, esto prueba
que vamos por el buen camino, y que pronto
alcanzaremos al traidor.
- —Entonces os aseguro que habrá comatido su
última villanía, repuso don Estéban.
_Y los dos jinetes continuaron su marcha en
silencio, absortos en sus reflexiones.
¡Singular cadena de coincidencias! Cuando el
sol apareció en el Oriente, los diversos actores de
este drama, atraidos como por casualidad, pero
impelidos realmente por la mano de Dios, iban 4
encontrarse en el punto más inaccesible del gran
desierto de América.
CAPÍTULO XL.
EL VALLE DEL ORO.
El paisaje que se ofreció á los ojos de los viaje-
ros al dar vista al Valle del Oro tenia cierto carác-
ter de salvaje majestad.
Los picos de las colinas, cuyo contorno era per-
fectamente visible, parecian cúpulas ó fantásti-
cas torrecillas; en cierto sitio, y como desprendida
de la mole de las montañas, elevábase una roca
en forma de cono truncado, semejante á la obra
avanzada de una fortaleza; un poco mas lejos, las
aguas de una cascada caian en un profundo gol-
fo, y enfrente veíase una línea de sauces y algo-
doneros que indicaban la inmediacion de alguna
corriente.
-—Lainmensa llanura del delta, formado por los
dos brazos del Gila, quecorriendo de Este 4 Ooste
se abre un doble paso á traves de la cadena de
Montañas, desarrollábase en toda su sombría
gradiosidad.
¿En la cima de la citada roca elevábanse dos pi-
nos queinclinaban su ramaje sobre el precipicio;
al pié de uno de ellos veiase el esqueleto de un ca-
ballo, blanqueado por los rayos del sol, y los
restos de una silla de montar; mas no eran estos
los únicos siniestros emblemas: en varias postes
alineados con regularidad, distinguianse algunos
cráneos y cabelleras, hediondos trofeo s que indi-
- taban la tumba de un guerrero indio; y en efecto,
alli reposaba un célebre jefe, cuyo espiritu podria
contemplar las llanuras donde tantas veces reso-
nó su grito de guerra.
Algunas aves de rapiña revoloteaban sobre
aquella tumba, graznando lúgubremente, vual si
quisieran despertar de su eterno sueño al guerre-
rO cuya mano no podia ya prepararles un san-
griento festin.
Sobre la tumba del jefe indio nacia la cascada,
en cuyas aguas se reflejaban los rayos del sol; y
un poco más allá percibiase un valle que sólo cer-
raban por un lado altas rocas cubiertas de verdu-
ra; mientras que por el otro habia un lago, cuyas
aguas quedaban ocultas en parte por las plantas
acuáticas: aquel era el Valle del Oro.
A primera vista, hubiérase creido contemplar
Sólo una naturaleza completamente salvaje; pero
un observador atento habria adivinado pronto
los tesoros ocultos alli.
- Nada indicaba la presencia de séres vivientes
en e desierto lugar cuando aparecieron los
4 taza Ores. es 4 E
—$i el diablo tiene su morada en algun punto
de la tiera, dijo Pepe señalando á las montañas, -
seguramente debe ser entre esos salvajes desfila-
deros; pero si es verdad que el oro es la causa de
a mayor parte de los crimenes, paréceme mas
probable que ese señor haya elegido el Valle del
. Oro para residir, puesto que segun ha dicho don
- Fabian, hay allí suficiente riqueza para arruinar á
toda una generacion, :
A
Lo cr
10
—Razon teneis, repuso Fabian, que estaba-
pálido y grave; tal vez en este sitio fué donde el
infeliz Marcós Arellano murió asesinado. ¡Ah! si
estos lugares pudiesen hablar, yO sabria á punto
fijo el nombre de aquel á quien he jurado perse-
guir hasta su muerte; pero el viento y la lluvia
han borrado las huellas de la víctima, y tambien
las. del asesino.
-—¡Paciencia, hijo mio! replicó el canadense;
durante n:i larga vida no he conocido crímen al-
guno que quedara impune; á menudo encontra-
mos las huellas que creíamos perdidas; y hasta la
soledad eleva á veces su voz contra el culpable.
Bien pudiera suceder que la codicia condujese de
nuevo á estos parajes al asesino; y hasta casi apos-
tariaá quese halla en elcampamento mejicano. De-
cid ahora que os parece mejor, Fabian, si esperar
aqui al enemigo, ó llenar los bolsillos de oro y
marcharnos.
—No sé qué resolver, replicó el jóven; he veni-
do aquí casi contra mi voluntad; obedezco á
vuestros deseos, ó más bien á una fuerza invisi-
ble más poderosa que la nuestra, que me impele
como la noche cn que me dirigí á vosotros cuan-
do estábais en el bosque. No sabiendo qué hacer
con el oro ¿4 qué arriesgar mi vida para obte-
nerle? Sólo sé que me hallo aquí con el corazon
contristado y llena el alma de: cruel incertidum-
bre. ;
—Cierto que el hombre es el instrumento de la
Providencia; pero en cuanto á vuestra tristeza...
Un ronco grito, que apenas tenia nada de hu-
mano, interrumpió al canadense, grito que pare-
cia proceder de la tumba india, cual si fuese una
voz acusadora contra los que se atrevian á inva-
dir aquel lugar sagrado.
Los cazadores y Fabian fijaron al punto sus
miradas en la tumba, mas no se veia sér alguno
viviente. .
La imponente solemnidad del lugar, los san-
grientos recuerdos evocados por Fabian, y las
ideas supersticiosas de Pepe, unidas al extraño y
misterioso sonido, inspiraron á los dos cazadores
una especie de vago terror. Aquello era tan inex-
plicable, que por un momento dudaron que se
hubiera oido el grito.
— ¿Será la voz de un hombre, dijo el canaden-
se, ó sólo uno de esos ecos singulares que resue-
nan en estas montañas?
—Si es una voz humana, observó Fabian, ¿de
dónde puede haber procedido sino de la colina?
—Dios quiera, dijo Pepe, haciendo la señal de
la cruz, que no tengamos que habérnoslas más
que con hombres en estas montañas, donde, se-
gun dicen, brilla el relámpago en un cielo sere-
no; pero áun cuando hubiese una legion de de-
monios, si es verdad que aquí está el Valle, y que
contiene tantas riquezas, vamos allá. Sin embar-
go, yo os ruego, señor Fabian, que dirijais antes
una mirada al paisaje para ver si está conforme
con la descripcion que teneis. e
—Debemos estar muy cerca del sitio, puesto
que ahí está la tumba del jefe indio; lo mejor será
que deis vuelta á la roca mientras yo voy á €xa-
minar esos sauces.
—En este misterioso sitio, dijo el canadense,
todo me inspira recelo. El grito que acabamos de
oir indica la presencia de un sér humano, y así
es que antes de pasar adelante será lo más pru-
dente examinar el lugar. o
Aquellos tres hombres, acostumbrados ya á in-
terpretarlo todo en el desierto, se inclinaron á la
vez para examinar la tierra, Y á poco reconocie-
ron las huellas: de un hombre; en cierto sitio ha
bia una planta que un pié debia haber pisado
' hacia poco, porque aún estaba fresco el tallo
tronchado. +. ; y
-—¿Qué os dije? exclamó el canadense; estas
son las huellas de un blanco, y juro que no hace
ds