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diez minutos que ha pasado por aquí; estas seña-
les continúan hácia los algodoneros.
Los tres hombres avanzaron en direccion á los
arboles; pero el canadense se detuvo de pronto .
diciendo á.sus compañeros:
—Dejadme pasar antes, pues tal vez se halle
oculto el enemigo en esa espesura que vemos.
Al decir esto apartó el follaje de unos matorra-
les que formaban como una valla, y comenzó á
examinar el terreno; pero éste era pedregoso en
aquel sitio, y no se podia reconocer huella al-
guna. .
— Amigo Pepe, dijo el canadense, lo mejor será
que demos la vuelta 4 esa roca cónica y que Fa-
bian nos espere aqui.
Los dos cazadores se alejaron, dejando al jóven
solo y entregado á sus reflexiones. :
Fabian pensaba en su singular situacion: él,
que habia soñado en poseer el Valle, cifrando
en su riqueza todas sus esperanzas, hallábase
ahora tocando casi el tesoro; y sin embargo,
creíase más desgraciado que nunca; la felicidad,
como sucede muy á menudo, se le escapaba en el
momento de ir á conseguirla.
Para Fabian no estaba ya la dicha en el Valle
del Oro; no estaba en ninguna parte; no tenia ob-
jeto alguno que proseguir; ninguna encantadora
imágen le seducia. Hallábase en uno de esos mo-
mentos, por fortuna muy raros en la vida, du-
rante los cuales todo lo vemos «oscuro á. nuestro
, Alrededor, todo lúgubre y tenebroso.
El jóven se adelantó maquinalmente hácia la
línea de árboles, que formaban como una barre-
ra casi impenetrable; mas apenas hubo dado al-
gunos pasos detuvóse de pronto mudo de sor-
presa. !
La luz de la luna se reflejaba en unos objetos
brillantes, parecidos á piedras, que despedian
un brillo deslumbrante. Cualquiera que no fuese
un buscador de oro podria haber supuesto que
aquellos cuerpos eran vitrificaciones de algun
volcan; pero el ojo práctico del jóven acababa de
reconocer el oro virgen bajo su capa arcillosa.
Tenia ante sí el más rico tesoro que jámas. fué
dado al hombre contemplar.
Entonces, el jóven conde de Mediana evocó el
recuerdo de Rosario, y pensó que sólo por oir su
voz renunciaria gustoso á toda aquella riqueza.
Pero la brisa estaba muda; y el oro tiene tan
irresistible atractivo, que á pesar de su tristeza,
Fabian dptaneció algunos momentos inmóvil
y como fascinado, hasta que al fin llamó á gritos
á sus compañeros.
Un momento despues llegaron los cazadores.
—¿Le habeis encontrado? preguntó Pepe.
—El tesoro sí, pero no el hombre, contestó
Fabian. ¡Mirad!
--¡Cómo! ¿serán esas piedras brillantes?.....
-—¡Oro puro! dijo el jóven; tesoros que se han
ido acumulando aquí en el trascurso de los siglos.
.—¡Dios mio! exclamó Pepe.
—Ahora, añadió Fabian mirando con tristeza
aquel rico depósito, que no podia apreciar sin el
amor de Rosario, comprendo muy bien cómo
estos dos rios, gracias á su crecida anual, y esos
torrentes que bajan de las montañas, han arras-
trado el oro, depositándole en ese reducido valle,
cuya posicion es tal vez única en todo el mundo.
¿No es verdad, amigo Pepe, añadió, que jámas
hubierais esperado ver tanta riqueza reunida en
un mismo lugar? E Mi
Pero Pepe no escuchaba ya al jóven condo;
habiase arrodillado, y parecia sumido en una pro-
funda meditacion. En su alma luchaban encon-
trados sentimientos, los de su pasada juventud y
otros más nobles que habia despertado en él la
vida del desierto, donde el hombre parece acer-
carse más á Dios; pero la lucha fué corta; Pepe se
habia purificado ya por la soledad y el arrepenti-
É
BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA,
-guirsi eran indios ó blancos.
miento; por sus mejillas se deslizó una furtiva
lágrima, y levantándose al fin, dijo 4 Fabian con
acento solemne: de
—Señor conde de Mediana, ahora sois rico y
poderoso , porque todo ese tesoro os pertenece á
vos solo. e.
—No lo permita Dios, repuso Fabian algo -
sorprendido de la gravedad de Pepe; justo es que
participe el que ha compartido los peligros. ¿Qué
decis á esto, amigo mio? añadió el jóven dirigién-
dose al canadense.
El cazador, impasible ante aquellas riquezas,
movia la cabeza, mirando á Fabian con cariñosa
sonrisa.
—Yo creo como Pepe, dijo despues de una pausa
¿Qué podria hacer yo con ese oro que el mundo
codicia? Si para nosotros tiene un valor inesti-
timable es sólo porque os pertenece; la posesion
de la más pequeña de esas piedras rebajaria ú
nuestros ojos el valor del servicio que os hemos
prestado. Pero creo que lo más urgente ahora es
resolver lo que ha de hacerse, pues seguramente
no estamos solos en este desierto.
Pepe comenzó á separar el ramaje de la espe-
sura, mas apenas hubo penetrado en el valle, re-
sonó una detonacion.
—¡No es nada, amigos, no es nada! gritó Pepe
al observar la inquietud de sus compañeros, el
diablo se opone sin duda á que invadan sus do-
minios; pero segun vemos, su puntería no es ¡n-
falible.
Antes de entrar en el valle, el canadense y Far
bian dirigieron la vista á la cima de las colinas,
pues de allí debia haber partido el tiro, así como
el grito que oyeron antes; y despues de consul-
tarse con la mirada, precipitáronse todos hácia
aquel punto donde esperaban encontrar al inyisi-
ble enemigo. Las pendientes eran escabrosas; pero
gracias á las plantas y raíces se podia trepar sin
dificultad, aunque no dejaba de ser peligroso,
porque la densa niebla que ocultaba la cima no
permitia ver si habia allí alguien.
Fabian quiso ir delante, mas el canadense le
contuvo, y mientras ellos discutian, Pepe se
adelantó á los dos sin decir una palabra, seguido
despues por sus dos compañeros.
El antiguo guardacostas, sin temor á los ene- -
migos que podrian ocultarse entre aquella nube
de vapor, perdióse muy pronto de vista; pero
ES
poco despues un grito de triunfo anunció 4 sus.
amigos que habia llegado sin novedad.
El canadense y Fabian se presentaron muy
pronto, y sólo vieron á Pepe, admirado aún de no
haber encontrado ningun sér viviente en la roca.
En aquel instante, una fuerte ráfaga de viento
disipando la niebla les permitió ver todo el paisa-
je á gran distancia.
A derecha é izquierda, la llanura no era más
que un órido desierto, en aquellas inmensas este-
pas levantábanse nubes de arena, y por doquie-
ra reinaba un silencio, lúgubre.
De repente, los cazadores divisaron dos jinetes
que al parecer avanzaban hácia la colina; pero ha-
llábanse aún tan lejos, que no se podia distin-
—¿Habremos de sostener aquí un nuevo sitio?
exclamó el canadense. ¿(Qué gente seráesa?
—Sean blancos ó rojos, repuso Pepe, debemos
considerarlos como enemigos. '
Mientras los cazadores y Fabian se agachaban
para no ser observados, un hombre que habia
permanecido hasta entonces invisible, penetró en
el lago, y levantando las anchas hojas de algu-
- has plantas acuáticas, ocultóse debajo, permane-
e
ciendo inmóvil.
Aquel hombre era Cuchillo, el sanguinario cha-
cal, que conducido por su mala estrella, se atre-
via á invadir el terreno del leon,