de recoger tambien una parte de aquellas rique-
zas, y dando un paso hácia Pepe añadió:
—kRepito que sólo la casualidad me ha dado á
conocer este tesoro; pero no quiero ser egoista, y
es mi intencion cederos una parte. Mirad, allá ar-
riba, debajo de la cascada, he visto una gran pe-
pita de oro de inestimable precio, y será para vos;
los hombres honrados se entienden muy pronto.
¡Ah! vuestra parte será mejor que la mia.
—Asi lo espero, repuso el cazador; pero será
preciso que me indiqueis con exactitud el sitio.
—Es allá arriba, cerca de los árboles.
—¡Ah! mucho me alegro que esté tan cerca, y
ya que os mostrais tan generoso os diré aquí en
confianza que don Tiburcio siente ya haberos
cedido tan enorme suma para prestar un servicio
que él mismo hubiera podido desempeñar.
— ¡Enorme suma! yo creo, por el contrario, que
me ha pagado generosamente, y nada más.
—Bueno, replicó el cazador, no discutiremos
sobre esto; mejor será que vengais á enseñarme
dónde está la pepita destinada para mi.
— Vamos allá, repuso Cuchillo, muy satisfecho
al ver que terminaba tan satisfactoriamente una
negociacion que al principio le inspiró inquietud.
Y dirigiendo una cariñosa mirada al monton de
oro que habia formado, encaminóse hácia la coli-
na con su compañero, mientras que este último
hacia señas á Fabian y al canadense para que les
siguieran.
—Recordad, dijo el cazador acercándose 4 Fa-
bian, que habeis jurado vengar la muerte de vues-
tro padre adoptivo; y tened sobre todo presente
que guardar consideraciones con este bribon es
ultrajar á la sociedad.
—Marcos Arellano pidió gracia y no la obtuvo,
replicó el jóven con tono resuelto, sin vacilar ya,
y lo que este hombre hizo, hágase ahora con él.
Al decir estas palabras, aquellos tres hombres
fueron á sentarse solemnemente en la cima de la
montaña, donde ya les esperaba Cuchillo, quien
al observar el severo aspecto de aquellos 4 quie-
nes tantas razones tenia para temer, concibió
nuevos temores. Sin embargo, acercóse á los caza-
dores, y comenzó á indicar á Pepe dónde se halla-
ba la gran pepita de oro; pero levantándose Fa-
bian, dijole con tono solemne :
—Cuchillo, me salvasteis de morir de sed, y he
procurado daros prueba de queno soy un hombre
desagradecido; primeramente os perdoné la cuchi-
llada que recibi de vos en la hacienda del Venado;
no haré mencion de vuestro ataque cerca del Sal.
to del Agua; pero si os recordaré tambien el tiro
que me dirigisteis hace poco desde esta misma ci-
ma, pues supongo que no pudo provenir sino de
vos. En una palabra, yo podria olvidar todos esos
atentados para privarme de una vida que vos
_ mismo salvasteis, y al perdonaros, os habria re-
compensado además mejor que pudiera hacerlo
un rey al ejecutor de su justicia. — -
—No lo niego, repuso Cuchillo;pero me parece
que yo tambien he procurado serviros con celo.
—Os he perdonado, continuó Fabian ; pero
entre otros crimenes habeis perpetrado uno del
cual no debe absolveros vuestra conciencia.
—Ya me entenderé yo con ella, contestó el
aventurero con siniestra sonrisa; pero me parece
que nos alejamos del asunto.
—No; voy á entrar en él por lo contrario. De-
cidme: ¿Os pagaron por asesinar á Márcos Are-
llano ?
Al oir esta imprevista pregunta, una livida pa-
lidez cubrió las facciones del aventurero. Ya no
podia hacerse ilusiones sobre la suerte que le
esperaba. Acababa de caer la venda que hasta
entonces cubria sus ojos, y vió desvanecerse los
. sueños de riqueza y sus halagúeñas ilusiones.
—¡Márcos Arellano! murmuró con voz débil ;
¿quién os ha dicho eso? Yo no le maté.
36 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
Fabian sonrió con amargura. 3
—¿Quién le dice al pastor, repuso, dónde está
la guarida del jaguar que devoró una de sus reses?
¿Quién le dice al vaquero dónde se ha refugiado
el caballo que persigue? ¿Quién al indio dó se
halla el enemigo que busca? ¿Quién al buscador
de oro el sitio en que se halla escondido el pre-
cioso metal? Sólo la superficie del lago no conser-
va la huella del ave que la rasó con sus alas, ni
la forma de la nube que en ella se reflejó; pero la
tierra, con sus yerbas y sus musgos, nos revela
á nosotros, hijos del desierto, la huella del jaguar,
asi como la del caballo y la del indio. ¿No sabeis
esto lo mismo que yo? : z
— Repito, replicó el aventurero, que yo no maté
á Márcos Arellano.
—Pues yo os digo que lo asesinasteis, dego-
llándole cuando os hallabais ya cerca de nuestro
país comun; despues llevasteis su cuerpo al rio,
lo cual he colegido por las señales qué dejasteis;
por ellas reconocí el defecto del caballo que mon-
tabais, y vuestro paso irregular, debido á la heri-
da que os infirió en la pierna vuestro contrario.
—¡Perdon, don Tiburcio! -exclamó Cuchillo,
aturdido por la revelacion de aquellos hechos que
no podia negar y de los cuales sólo Dios habia
sido testigo; tomad todo el oro que me habeis
dado, pero dejadme la vida, y en cambio mataré
á todos vuestros enemigos donde quiéra que se
encuentren.
Y cayendo de rodillas, continuó exclamando :
—¡Oh! perdonadme la vida en nombre de
Dios todopoderoso.
—Tambien Arellano pidió gracia, y no se lacon-
cedisteis, contestó Fabian volviendo la espalda.
Con las facciones descompuestas por el terror,
cubiertos de espuma los labios, y extraviados los
ojos, Cuchillo pedia perdon, tratando de arras-
trarse hácia Fabian, hasta que al fin llegó al bor-
de de la plataforma.
—¡Gracia, gracia! exclamó, por amor de vues-
tra madre, por amor de doña Rosario, que 08
ama, porque yo sé que os ama, pues he oido...
—¿El qué? preguntó Fabian volviendose rápi-
damente hácia el aventurero.
Pero la pregunta espiró en sus labios, porque
Pepe, dando un violento empujon al aventurero
precipitóle en el abismo.
—¿Qué habeis hecho, Pepe? preguntó Fabian.
— Ese miserable, contestó el cazador, no valia
la cuerda que se hubiera empleado para ahorcarle,
ni la bala que serviria para enviarle al otro
mundo.
En aquel momento se oyó un grito terrible que
partia del abismo, dominando el rumor de la cas-
cada; y como se acercase Fabian para mirar por
última vez, retiróse al punto horrorizado.
Cogido á las ramas de un matorral, que cedian
bajo el peso, Cuchillo estaba suspendido sobre el
precipicio, pálido de terror y de angustia. :
—¡Socorro, gritaba, socorro! ¡Prestadme auxi-
lio si sois séres humanos!
Pero de pronto debilitóse la voz del aventu-
rero; profirió una carcajada histérica cual si estu-
viese loco, y un momento despues pudo oirse el
rumor producido por la caida de un cuerpo.
Luego sucedió un silencio de muerte, inter-
rumpido tan sólo por el rumor de la cascada.
Aquel cuya vida habia sido un tejido de crime-
nes, no existia-ya. :
Habíase cumplido la justicia de los hombres.
CAPITULO XLVI
EL HOMBRE MISTERIOSO.
Han transcurrido seis meses desde que los dos
cazadoros y Fabian, sin dignarse recoger un solo
grano de oro del famoso Valle, emprendieron la