Full text: Los merodeadores del bosque

  
  
  
  
  
  
    
LOS MERODEADORES DEL BOSQUE. 91 
agitaba el follaje, cuando Pepe y Gaiferos desper- 
taron al fin. Gracias á los víveres que este habia 
traido de la hacienda del Venado, los cuatro via- 
jeros pudieron satisfacer su apetito para Ccsperar 
tranquilamente, entregados á sus reflexiones, la 
hora de la gran prueba. 
Poco á poco disminuyó la luz del dia, y comen- 
zaron á brillar en el cielo las estrellas. 
—¿Encenderemos fuego? preguntó Pepe. 
—Seguramente, replicó el canadense, porque 
podria muy bien suceder que fuera preciso per- 
manecer aquí toda la noche. ¿No es tal vuestro 
deseo, Fabian? : 
—Me es del todo indiferente; lo mismo aquí 
que en otra parte estaremos convenidos. 
Fabian habia comprendido hacia mucho tiem- 
po que el canadense no podia vivir, niaun con 
él, en el centro de la ciudades, sin echar de menos 
su libertad en el desierto; no se le ocultaba tam- 
poco que el buen cazador necesitaba su compa- 
tia; y por lo tanto, habia sacrificado todas Sus 
ilusiones y esperanzas á tan cariñoso afecto. 
El cazador lo comprendia así, y aquolla misma 
mañana na furtiva lágrima habia dado á cono- 
cer su agradecimiento. 
La posicion de las estrellas indicaban las once. 
Id, hijo mio, dijo el cazador ¿ Fabian; cuando 
hayais llegado al sitio donle os separásteis de la 
Mujer que tal vez os amaba, poned la mano So- 
bre el corazon, y si no reconoceis que late con 
más violencia, volved aquí, porque entonces 08 
habreis sobrepuesto á los recuerdos del pasado. 
— Volveré pues, repuso Fabian con acento 
melancólico, pues el recuerdo es para mí como 
el soplo de la brisa, que pasa sin dejar huella. 
Eljóven se puso en marcha; el ambiente habia 
refrescado, y la dulce luz de la luna iluminó el 
paisaje, en el momento en que Fabian, saliendo 
de la sombra del,bosque, llegó al espacio abierto 
que habia: entre este y la pared más exterior de 
la hacienda. 
Hasta aquel momento habia avanzado con paso 
firme; pero cuando á través de los argentados va- 
pores de la noche divisó el blanco muro, sintió 
temblar sus piernas. 
De pronto se detuvo Fabian; pareciale haber 
visto una forma aérea en el sitio mismo en que la 
pared del jardin presentaba una brecha; hu biéra- 
se dicho que era una de esas hadas de las leyendas 
del norte, que para los idólatras escandinavos 
flotaban entre las nieblas y los vapores. 
Fabian creyó sólo ver la forma angelical de su 
Primer amor. : 
Durante un momento, figurósele que se desva- 
necia; pero sus ojos le engañaban, la vision per- 
manecia inmóvil; y aunque él se acercaba no se 
alejó. Un triste pensamiento asaltó entonces la 
mente del jóven: creyó que estaba viendo el espi- 
ritu de Rosario. Pero una voz, cuyo dulce acento 
llegó á sus oidos como una música celestial, des- 
vaneció la duda, y en parte la ilusion. 
—+¿Sois vos, Tiburcio ? preguntó la voz; OS es- 
peraba. : 
—¡Rosario! murmuró Fabian. 
Y permaneció inmóvil en el sitio donde se ha- 
llaba, cual si temiese que se desvaneciera aquella 
Imagen querida. 
—Soy yo, dijo la voz. 
—¡Oh Dios mio! pensó el jóven, la prueba será 
mucho más terrible de lo que yo esperaba. 
Y avanzando otro paso, dijo en alta voz: 
—¿Por qué milagro del cielo vuelvo á encon- 
braros aquí? y 
..—Todas las noches vengo, Tiburcio, replicó la 
Jóven. 
Fabian se estremeció, más bien de amor que de 
esperanza. : 
—Acercaos más, Tiburcio, añadió Rosario, aquí 
teneis mi mano, 
    
Fabian dobló una rodilla y estrechó aquella 
mano convulsivamente, mas no le fué posible ha- 
blar. La hija de don Agustinle miraba con ternura, 
-—Dejadme ver, dijo, si estais Muy cambiado, 
Tiburcio.. ¡Ah! sí, el pesar ha dejado las huellas en 
vuestra frente, pero el honor parece enn oblecerla; 
sois tan valeroso como gallardo, Tiburcio; y he 
sabido con orgullo que jamás el peligro hizo pali- 
decer vuestras mejillas. 
— ¡Qué lo habeis sabido! exclamó Fabian; pero 
¿cómo y dónde? 
--Si, Tiburcio, sé hasta vuestros más secretos 
pensamientos, y tambien sabia que llegaríais esta 
noche. 
— Antes de que me atreva á comprenderos, re- 
puso eljóven, porque está vez me mataria un 
error, ¿quereis contestar á una pregunta, si me es 
permitido hacerla? 
—¿Cómo no, Tiburcio? repuso Rosario con 
ternura; preguntad lo que querais, he venido dis- 
puesta esta noche á oiros y no rehusaros nada. 
—Escuchad, dijo Fabian; seis meses hace que 
tenia que vengar la muerte de mi madre y la de 
mi padre adoptivo Márcos Arellano, pues si lo 
sabeis todo, no ignorareis que no soy ya... 
-— Para mi sois el mismo Tiburcio, jamás cono- 
ci á Fabian de Mediana. 
--Pues bien, el miserable que iba á expiar su 
crimen, ese Cuchillo, pidió gracia de la vida, la 
cual no la podia conceder yO; pero como gritase: 
«En nombre de Rosario, que 0s ama,» iba á per- 
donarle ya, cuando uno de mis compañeros le 
lanzó en el precipicio, en cuyo borde se hallab: 
Cien veces he recordado en el silencio de la noche, 
aquella voz suplicante, preguntándome qué pudo 
oir aquel hombre de vuestros labios para decir 
esto. ¿Podreis satisfacer mi curiosidad, Rosario ? 
—Solo una vez revelaron mis labios el seercto 
de mi corazon; y fué en este mismo sitio, cuando 
os alejasteis de mi; voy á repetiros lo que enton- 
ces dije. : 
Rosario pareció hacer un esfuerzo antes de 
atreverse á decir al jóven que le amaba apasio- 
nadamente; pero al fin murmuró: 
—He sufrido demasiado por un error para que 
no trate de evitar otro; y por lo tanto con mi 
mano entre las vuestras, y lija en vos la mirada, 
voy á repetir lo que dije, cuando ya lejos de mi, 
pensé que solo Dios oia mi confesion. «¡ Volved, 
Tiburcio, volved; solo amo ú vos! » dez 
Fabian estremecióndose de felicidad, se arro- 
dilló humildemente á los piés de aquella jóven 
pura, como hubiera podido hacerlo aute una Vir- 
gen que hubiese bajado de su pedestal. 
Y en aquel momento, olvidólo todo en el mun- 
olvidó en un sueño de amor, y murmuró con voz 
ahogada: 
-——¡Rosario, soy vuestro para.siempre! Os con- 
sagro mi vida. , 
De repente, Rosario profirió un grito. 
Volvióse Fabian y quedó mudo de asombro. 
Apoyado en su larga carabina, el canadense se 
hallaba á pocos pasos, contemplando con una 
mirada de ternura á los dos jóvenes. 
—¡Oh padre mio! exclamó Fabian con triste- 
za: ¿me perdonareis por haberme dejado vencer? 
—¿Y á quién no le hubiera sucedido lo mis- 
mo, mi querido Fabian? contestó el cazador son- 
riendo. 
—He faltado al juramento, padre mio; habia 
prometido no amar á nadie más que á vos. ¿Me 
perdonais? ; 
— ¡Niño! el que ha de pedir perdon soy yo, re- 
  
puso el canadense, porque habeis sido más gene- 
roso. Yo era feliz porque concentraba en vos 
| todos mis afectos, y creí que haríais lo mismo; no 
murmurasteis; habeis sacrificado sin vacilar todos 
los tesoros de vuestra juventud, mil veces mas 
o 
  
   
do, el canadense, el pasado y el porvenir; todo lo: 
  
  
  
  
   
   
  
    
  
  
   
    
  
  
  
  
   
   
  
  
  
  
   
  
  
  
  
 
	        
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