20 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
tador, mirando á su doncella. ¿Por qué invocas el
nombre de Alá?
—¡Oh! hermosa señorita, constestó la esclava,
es porque ahora echo de ver que Os pareceis
singularmente á un hombre.
—¡ Yo á un hombre!
—Si, señorita; nunca lo habia notado hasta
ahora ; sois su vivo retrato.
—¡ Muy bien, Yola! ahora sí que no me lison-
jeas. ¿ Quién puede ser ese hombre? ¿no me lo
dirás ?
—Es el hombre de las montañas, el cimarron.
—¡ Oh! peor que peor. ¿Quieres decir que yo
me parezca á un cimarron ? ¡Dios me valga!
Quiero creer que hablas de broma, Yola.
—¡Oh! señorita, debo advertiros que es un
hombre hermoso, con unos ojos negros que pare-
cen iluminar el bosque, ojos como los vuestros,
enteramente iguales.
—¡ Vamos! no seas tonta, repuso Catalina con
tono de reprobacion, mas afectado que sincero.
¿Sabes que haces muy mal en compararme con
un hombre, y sobre todo con un cimarron?
—¡Ah! señorita, tened presente que es un
hombre hermoso, verdaderamente hermoso,
—Lo dudo mucho; mas aunque fuera así, no
debieras compararme con él.
—Dispensadme, senorita, no volveré á decirlo
mas.
—No, Yola, mejor es que no lo hagas, pues de
lo contrario diré á papá que te venda.
La criolla pronunció estas palabras con cierto
tono irónico, el cual indicaba claramente que no
era su intencion llevar á cabo la amenaza.
—Has de saber, Yola, continuó Catalina, que
podria venderte por muy buen precic. ¿Cuánto
dirás que me ofrecieron por tí el otro dia?
—Lo ignoro, señorita; mas no permita Alá que
me separe nunca de vos, pues cuando dejarais de
ser mi ama, ya no me importaria vivir.
—Gracias, Yola, contestó Ja jóven evidente-
mente conmovida por las palabras de su donce-
lla, cuya sinceridad se reconocia en el tono; no
tengas el menor cuidado ; y para probarte la ve-
racidad de mis palabras, sábete que rehusé una
considerable suma. ¿Cuánto dirias ?
—¡ Ah ! señorita, yo no valgo nada sino á vues-
tro lado, y si debiera separarme, ya no seria feliz
en toda mi vida.
—Pues bien, hay quien cree que vales doscien-
tas libras, y las ha ofrecido por tí, .
—¿ Quién es, señorita ?
—El mismo que te vendió á papá, el señor
Jeruson. |
—¡Alá me ampare! Ese hombre era un mal
amo, señorita, muy malo. Yola moriria si Oubi-
na no la mataba; Yola prefiere la muerte mas
bien que ser esclava del israelita. ¡Oh, no vendais
vuestra esciava !
Así diciendo, la jóven se arrodilló á los piés de
su ama, permaneciendo silenciosa durante un
momento.
—No lo temas, Yola, replicó Catalina, obligan-
do á su doncella á levantarse; y en todo caso, de
ningun modo te cederia á ese hombre que á mí
tambien me parece muy malo. Nada temas ; pero
dime ¿ qué nombre pronunciastes há poco ? ¿ No
dijistes Cubina ?
—S1, señorita.
—¿ Y quién es?
La doncella vaciló antes de contestar, y un lige-
ro carmin asomó á sus mejillas de cobre.
—¡0h! no importa, continuó Catalina al notar
la vacilacion; sies un secreto, Yola, no insisto
en obtener la contestacion.
—Yolano tiene para su señorita secreto alguno:
Cubina es el hombre de la montaña, el cimarron.
a” | ¿es ese el mismo á quien yo me ase-
mefó?
-—Precisamente.
—¡Ah! ya comprendo ; ese Cubina es sin duda
tu novio, y por eso te parece que yo soy hermosa.
Yola bajó la vista sin contestar y ruborizóse de
nuevo.
—No es necesario que respondas, dijo la criolla
con una significativa sonrisa, pues ya sé lo que
contestarias si hablaras sinceramente. Creo haber
oido hablar de ese Cubina, y te advierto que ten-
gas cuidado, muchacha, porque los cimarrones
difieren mucho de los demás hombres de color.
Así como yo, debe ser......... ¡ja, ja, ja!..... pero der
jemos esto. Me limitaré á decirte, Yola, que ya n0
me causas enojo con tu novio. Dicen que el amo!
lo embellece todo, y no dudo que el tal Cubina es
á tus ojos un perfecto Endimion.
¡ Vamos, muchacha! añadió Catalina, agitando
sus espesas trenzas, ya hemos perdido mucho
tiempo y será preciso que te despaches, porque Sl
no estoy arreglada para recibir al huésped, mi
padre se enfadará. Date prisa y arréglame lo me»
jor que puedas.
Y sonriéndose por su aire de petulancia, Cata-
lina inclinó la cabeza para que la peinase su don-
cella.
CAPITULO XUI.
QUASHIE.
Media hora despues de haber terminado su diá-
lago los dos jóvenes pasajeros de la Ninfa del
Océano, el buque anclaba delante de la bahía de
Montego.
Un momento despues echóse un puente de ta-
blas desde la orilla, y por él comenzaron á pasar
hombres y mujeres, blancos y negros, trasladán- |.
dose tambien á tierra los pasajeros enfermos del |
buque, siguiendose el tumulto que caracteriza 108
desembarcos.
En el muelle veíanse varios vehículos, que sin
duda habian esperado la llegada del buque; mas
no eran de alquiler, como los que se hallarian en
cualquier puerto europeo, sino carruajes particu-
lares, algunos muy lujosos, con cocheros negro$
que ostentaban sus libreas. :
Cerca del desembarcadero velanse tambien car-
ros tirados por bueyes, sin duda para conduci!
los equipajes; sus conductores paseaban silen-
ciosamente delante de sus cuadrúpedos, ó dirl-
gíanles la palabra con la misma formalidad que
si pudieran ser comprendidos. -
Entre los diversos coches alineados en el mue:
lle, distinguíase sobre todo uno de cuatro caba-
llos ricamente enjaezados; un mulato que vestia
-
librea verde y amarilla, ocupaba el pescante o!- E
gullosamente, y junto á la portezuela, abierta de
par en par, el lacayo parecia esperar la llegada
de algun viajero.
Herberto Vaughan, de pié en la cubierta del |
buque, y vacilando sobre si desembarcaria en
aquel momento ó despues, contemplaba el mag"
nifico carruaje, cuando llamaron su atencion d0$
caballeros, que habiendo desembarcado al pare:
cer, acababan de acercarse al lujoso coche. Se:
guíales un criado blanco, y otros dos negro$
cargados con el equipaje. ,
Herberto Vaughan reconoció al punto fácil:
mente en uno de los caballeros y en su servido!
el señor Montagu Smythje y su criado.
Entonces recordó que el orgulloso pasajero 1
habia dicho que debia dirigirse á Mount Wel-
come.
Apenas hubo tomado asiento en el carruaje el
señor Montagu, dejando sus efectos al criado, €:
vehículo se alejó rápidamente; mientras el acom"
pañante del pasajero, que tenia trazas de inten”
dente, montó á caballo para escoltar el coche.
Herberto le observó hasta que se perdió de
ON