Full text: La criolla de la Jamaica

  
  
Al hacer esta reflexion, apresuróse el jóven á 
ejar á un lado su fria reserva. : 
—Gracias por vuestra felicitacion, repuso con 
tono de afectuosa franqueza; pero permitidme de- 
Ciros, bella prima, que aunjno sé vuestro nombre. 
—Me llamo Catalina. 
-—¡ Catalina ! entre nosotros es nombre de fa- 
Milia. Mi abuela, ó mejor dicho la nuestra, tenia 
el mismo. ¿Seria tambien el de vuestra madre ? 
—No ; se llamaba Quasheba. 
—¡ Quasheba! ¡ Qué nombre tan singular ! 
—¿ Lo creeis así, primo? Algunas veces me le 
20 á mí tambien los trabajadores de la planta- 
“ion, sobre todo los que conocieron á mi madre; 
Pero á mi padre no le agradaba, y lo prohibió. 
—¿ Era inglesa vuestra madre ? 
—¡Oh! no; nació en la Jamaica, y murió sien- 
0 aun muy jóven, demasiado para que pueda 
ACordarme de ella. En rigor puedo decir que ja- 
Más supe lo que es tener madre. 
—Estoy casi en el mismo caso, amable prima, 
Dues tambien la mia murió muy pronto. Pero 
¿Sois mi única prima ? ¿No hay hermanas ó her- 
Manos? 
—Ni uno. ¡Ah! bien quisiera tenerlos. 
—¿ Por qué ? 
—/¡Oh ! no sé por qué haceis esa pregunta. Ya 
“omprendereis que seria solo para estar mas 
acompañada. 
—Yo creo, amable prima, que hallareis amigas 
amigos suficientes en esta isla tan hermosa. 
—Tal vez sí; pero ninguna persona que me 
- grade, ó menos como yo la quisiera para her- 
Mana ó hermano. Creed, primo, que á veces me 
e mucho esta soledad. 
—¡ Ah! 
—Tal vez ahora teniendo huéspedes, variará - 
fSto un poco. El señor Smythje parece muy di- 
Vertido. 
—¡ El señor Smythje ! ¿ Quién es ? 
—¡ Cómo ! ¿no conoceis á ese caballero? Creia 
Que habiais venido con él en el mismo buque; mi 
Padre lo dijo por la menos así, añadiendo que no 
legariais hasta mañana. Mo parece que le ha sor- 
Drendido un poco vuestra presencia hoy; pero 
¿por qué no vinisteis con el señor Smythje ? No 
ará mas de una hora que ha llegado y acaba de 
“Omer con nosotros. Yo me levanto ahora de la 
ésa porque papá quiere fumar; mas ahora me 
“urre una cosa, y 0s ruego me dispenseis por no 
Mena preguntado antes. ¿No habeis comido 
ñ —No, prima mia, repuso Herberto con tono de 
Usteza, ni creo probable que yo coma hoy aqui. 
bi as repetidas preguntas que la linda criolla ha- 
la dirigido ingenuamente al jóven acababan de 
'Spertar en su ánimo las amargas reflexiones 
Que la presencia de Catalina desvaneció por un 
Uomento, y esto explica que contestase con al- 
SUna sequedad. 
—¿ Por qué decis eso, primo Herberto? pre- 
suntó la jóven con aire de sorpresa. Si no habeis 
“omido, aun no es tarde, y me parece que bien 
Odeis hacerlo aquí. 
d —De ningun modo, contestó Herberto irguién- 
poo orgullosamente ; prefiero morirme de ham» : 
Ye á comer donde no se me recibe bien. 
“ante, Creo que..... 
E ajóven no pudo concluir, pues en el mismo 
iStante abrióse la puerta de la escalerilla del jar- 
A, y en el umbral apareció el plantador. 
pt! Es vuestro padre ? preguntó Herberto. 
EL 
e Catalina ! gritó Loftus Vaughan con acento 
* enojo, el señor Montagu quisiera oirte tocar 
y Poco el arpa; te he buscado en tu habitacion 
e todas partes. ¿Qué haces ahi ? 
l tono de estas palabras era grosero, y el ade- 
—¡ Primo ! repuso Catalina con acento supli- 
  
LA CRIOLLA DE LA JAMAICA. 27 
man del plantador parecia muy propio del hom- 
bre que acaba de hacer un exceso de bebida. 
—¡Oh, papá! ved que mi primo está aquí, y Os 
espera hace un buen rato. 
—¡Ven aquí al momento ; el señor de Montagu 
te espera: 
—¡ No importa ! 
Y sin añadir una palabra mas, el plantador en- 
tró de nuevo en la casa. 
—¡Primo! dijo Catalina, debo retirarme. 
—Si, ya lo veo, repuso el jóven ; otro mas dig- 
no que yo reclama vuestra compañía. Id pronto; 
el señor Smythje debe estar impaciente. 
—NOo ; es papá. 
—¡Catalina, Catalina! ¿Vendrás al fin? gritó de 
nuevo el plantador? ¡Vamos pronto! 
—¡Id, señorita Vaughan! ¡Pasadlo bien! 
Contristada al air estas ceremoniosas palabras, 
la jóven vaciló un instante; pero la voz del plan- 
tador resonó por tercera vez, y era preciso obe- 
decer. Catalina dirigió pues una mirada de senti- 
it á su primo, y muy á pesar suyo salió del 
iosko. 
CAPITULO XIX. 
UN RECIBIMIENTO BRUTAL. 
Cuando la criolla hubo desaparecido, Herberto 
vaciló algunos instantes sobre el partido que de- 
beria tomar. 
Ya no necesitaba una entrevista con su tio para 
obtener una satisfaccion. 
- El nuevo desaire que acababa de recibir confir- 
mábale en su conviccion de que era considerado 
como un intruso en la casa de su tio, y nada po- 
dia ya excusar el nuevo ultraje que se le inferia. 
De buena gana se hubiera retirado al punto sin 
hablar una palabra mas; pero los insultos que se 
le habian prodigado excitaban de tal modo su ira, 
que se despertó en el jóven el deseo de la ven- 
ganza, induciéndole á esperar para devolver á su 
tio ultraje por ultraje, censurando su indigna 
conducta. 
Dominado por esta idea permaneció en el kios- 
ko, sin mas objeto que el de obtener una satis- 
faccion. 
Nosele ocultaba que á sutio le importaria poco 
cuanto se le dijese, porque en un hombre de se- 
mejante carácter no debian hacer mella ciertas 
palabras ; pero el orgulloso jóven no podia resis- 
tir al deseo de obtener una reparacion, ó por lo 
menor desahogar con palabras su cólera. , 
En aquel momento llegaron débilmente hasta 
el kiosko los sonidos de una arpa; pero no pro- 
dujeron efecto alguno en el jóven; mas bien au- 
mentaron su irritacion, porque creia ver en ellos 
unabuna; ; : ds 
Pero no : despues de escuchar unos instantes 
aquella música, reconoció un aire impregnado de 
melancolía, muy propio para el instrumento y 
adecuado á su situacion : era la tonada que lleva, 
por título : «El desterrado de Erin.» 
Dulce era la voz. que acompañaba á la música, 
dulce como el canto del ruiseñor: Catalina Vau- 
ghan parecia excederse á sí misma. 
Herberto escuchaba atentamente, y hasta oyó 
algunas palabras. Tal vez la linda criolla ento- 
naba aquella cancion para darle una prueba de 
sus simpatías ; y esta idea ejerció en el jóven tal 
influencia, que su enojo degeneró casi en ternura, 
Pero esto duró muy poco: al espirar las últi- 
mas notas de la música, oyó dos carcajadas: 
el plantador y su huésped se habian permitido 
tal vez alguna burla á expensas del pobre expa- 
triado. 
Poco despues, Herberto oyó pesados pasos, 
abrióse la puerta del kiosko, y vió aparecer á su 
tio, que al fin se-dignaba otorgarle una entrevista. 
 
	        
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