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LA GRANJA DEL DESIERTO. 29
Merabs probable que la casualidad condujese en | ciones. Si conocia que era practicable, estaba re-
quella direccion una caravana de viajeros ó de | suelto á poner mi proyecto en ejecucion.
“omerciantes. El desierto que le rodeaba era una
arrera insuperable; además yo sabia que la mon-
taña estaba situada hácia el sur, muy lejos de los
eros frecuentados por los traficantes de las
“raderas. Solo me quedaba una esperanza, á la
cual me refugié con alguna confianza. El desierto
NO era quizá tan extenso como parecia, por el sur
0 el oeste. Deshaciendo nuestra galera y constru-
Yendo otro carruaje mas ligero, podríamos tal vez
atravesar la llanura. Me decidi pues á partir solo
d fin de explorar el camino en aquellas dos direc-
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»A la mañana siguiente carguémi caballo de
víveres y de toda el agua que podia llevar. Abra-
cé tiernamente á miesposa y á mis pequeños hijos,
y encomendándoles á la proteccion del Señor,
monté á caballo y me dirigí hácia el oeste. Seguí
aquella ruta durante un dia y medio y siempre
el vacio se extendia delante de mí en el horizonte.
Todavía no habia hecho mucho camino y ya
marchaba á través de surcos y montecillos de are-
na movediza en la cual se hundia mi caballo á
cada paso hasta las rodillas, Al declinar la tarde
El buey muerto por el carcajú.
in segundo dia, renuncié á mi empresa, temien-
E no poder regresar al valle. Volví, sin em-
oa pero mi caballo y yo estábamos muertos
ed.
Dancontrá á mi familia como la habia dejado al
a pero no traia buenas noticias y me senté
S po poseido de un sentimiento de profun-
-Sesperacion.
dd my un dia: Sentado sobre el tronco de un
rio Junto al fuego, reflexionaba sobre el som-
Ñ Sole que nos estaba reservado; me sen-
alto A y no hacia alto en nada de lo
155 pai cuando sentí una mano ligera
ojos € tocaba en el hombro, y levantando los
498 VÍá María sentada junto á mi en el tronco
del árbol sonriendo tiernamente y con aire de sa-
tisfaccion en el semblante. Indudablemente tenia
alguna cosa que comunicarme.
—¿Qué hay, Maria? le dije.
—¿No es este un lugar encantador? dijo abar-
cando con un signo de su mano toda la escena
que nos rodeaba. Mis ojos siguieron los SUYOS y
se fijaron un momento sobre aquel cuadro riente.
Era en efecto un sitio admirable. El claro abierto
delante de nosotros, con los rayos dorados del sol
bañando el verde césped, las flores de vivos ma-
tices, las tintas variadas de las hojas del bosque
revestidas con la brillante librea del otoño; las
colinas lejanas formando contraste por el color
sombrio de los cedros y los pinos; mas lejos to-
y