68
y cerrar de ojos vimos desaparecer á los seis en
el abismo abierto debajo de sus piés. :
»Corrí con Cudjo, y él con su lanza y yo con
mi rama de árbol empezamos, una ruda batalla.
Cinco de ellos fueron sumergidos en el acto: el
sexto trataba de salir del agujero; pero estaba
transido de frio y de terror. Creí que se nos iba á
escapar, cuando oí un tiro de carabina detrás de
mi y ví caer al animal lanzando un aullido de
dolor. Entonces me volví y apercibí á Enrique
con mi carabina en la mano. Maria habia tenido
el buen pensamiento de dársela, sabiendo que era
un excelente tirador. El lobo estaba solamente
herido, y se revolcaba con furor sobre el hielo;
pero Cudjo llegó, y le remató con un golpe de su
lanza.
»Aquel fué un dia de emociones en nuestra pe-
queña colonia. Frank que habia sido el héroe de -
la jornada, aunque guardaba silencio, no estaba
por esto menos orgulloso de su hazaña, y tenia
motivo para ello, pues sin sus hábiles evolucio-
nes Enrique hubiera sido inevitablemente presa
de aquellos feroces animales.
XLIIL
EL GRAN DANTA DOMESTICADO.
»Al cabo de tres años, nuestros castores se ha-
bian multiplicado de tal suerte, que creimos era
ya tiempo de coger algunos, y de empezar nues-
tra provision de pieles. Estaban tan domestica-
dos que venian á tomar la comida que les dába-
mos con la mano. Podíamos, pues, apoderarnos
de los que quisiésemos matar sin espantar á los
otros. Con este objeto construimos un pequeño
receptáculo que comunicaba con el lago á mane-
ra de esclusa, y allí era donde dábamos habitual-
mente la comida á nuestros animales. Cada vez
que echábamos en el estanque raices de sasafrás,
acudian los castores en tropel, de suerte que no
teniamos que hacer mas que cerrar la esclusa
ES cogerlos todos con suma facilidad. Esto se
acia en silencio, y como ninguno de los que pi-
llábamos volvia á contar el suceso á los otros, y
la esclusa continuaba abierta el resto del tiempo,
los castores, á pesar de su sagacidad, no podian
sospechar cuál habia sido la suerte de sus com-
pañeros. Así es que nuestra trampa jamás les pa-
reció sospechosa y se dejaban coger siempre sin
recelo. ed Td
»En nuestra primera campaña, reunimos lo
menos un valor de cuarenta y ocho mil reales en
pieles y cinco mil de castorum. El segundo año
nos produjo cien mil reales. Entonces construi-
mos una segunda casa que es la que ahora habi-
tamos. La antigua tuvimos necesidad de desti-
narla á almacen para secar y conservar nuestras
pieles. E RTN
»El tercer año fué tan productivo como el se-
gundo, así como el cuarto y el quinto. Nuestra
antigua habitacion contiene, pues, mas de cua-
trocientos mil reales de mercancias en excelente
estado, y podemos evaluar en doscientos mil rea-
les los castores vivos que poseemos en este mo-
mento, de suerte que nuestra fortuna total se ele-
va próximamente á unos seiscientos cuarenta mil
reales. Ahora os pregunto, amigos mios, si no he-
mos realizado la prediccion de mi esposa, hacien-
do fortuna en el desierto.
»Desde que empezamos á acumular todas esas
mercancias de valor, una idea fija nos asedia con-
tinuamente. Cuándo y cómo podremos llevarlas
á un mercado.
»Esta era una cuestion difícil de resolver. Sin
mercado para deshacernos de nuestras pieles, esas
mercancias no nos serian de ninguna utilidad. No
BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
nos servirian mas que un lingote de oro al hom-
bre en medio de un desierto. Aunque abundant
mente provistos de todo lo que cra indispensable
para nuestras necesidades, nos hallábamos en
cierto modo como prisioneros ne este pequeño
valle. Nos era tan imposible dejarlo como al náu-'
frago abandonar su isla desierta. Entre todos los
animales que habiamos cogido no teniamos una
sola bestia de carga ó de tiro; Pombo era el
solo de su especie, y el pobre caballo se hacia ya
viejo. Cuando estuviéramos prontos á abando-
nar el valle, tendria gran trabajo para llevarse á
sí mismo y mucho mas para arrastrar una fami-
lia entera, con muchos miles de pieles de castor.
»Aunque fuésemos muy dichosos en nuestra
posicion, este pensamiento venia á turbar nues-
tra ventura.
»María y yo hubiésemos permanecido volun-
tariamente en este tranquilo valle; pero debía-
mos pensar en nuestros hijos. Teniamos deberes
que cumplir respecto á ellos, y su educacion nos
preocupaba. No podíamos pensar en aislarlos
del mundo entero, imponiéndoles una existencia
salvaje como la que el destino nos habia depa-
rado.
»Propuse á mi esposa tomar á Pombo y pro-
bar si podria llegar á los establecimientos de
Nuevo-Méjico, donde podria encontrar mulas, ca-
ballos y bueyes. Conduciria aquellas bestias de *
carga al valle y las conservaria el tiempo necesa-
rio para trasportarnos fuera del desierto. María
no quiso escuchar mi proposicion: no podia con-
sentir una separacion aunque fuese momentánea.
- —»¡Tal vez no volveríamos á vernos nunca!
dijo, y no me dejó acabar.
-—»COuando reflexioné seriamente acerca de aquel
proyecto, reconoci toda su ineficacia. Aunque
hubiese conseguido atrayesar el desierto, ¿dónde
estaba el dinero necesario para comprar aquellos
animales? No tenia ni siquiera con !lqué comprar
un buey ó un asno, y los habitantes de Nuevo-
Méjico, se hubieran reido en mis narices.
—>»Paciencia, decia mi mujer: somos
aquí. Cuando llegue el tiempo en que debamos
partir, la mano que nos ha conducido á estos lu-
gares, sabrá sacarnos de ellos.
»Con estas palabras consoladoras terminaba
siempre mi esposa nuestras conversaciones so-
bre este particular. sá
» Yo consideraba sus pilabras como proféticas,
pues en muchas ocasiones habia tenido ya la
prueba de ello.
»Un dia, esto fué en el año cuarto de nuestro
establecimiento, nuestra conversacion rodaba so-
bre el mismo asunto, y María, como de costum-
bre, confiaba á la mano de la Providencia que nos
libertase de nuestro cautiverio, cuando Enrique
interrumpió nuestra conversacion, corriendo há-
cia la casa y lanzando gritos de triunfo.
«¡Papá, mamá, gritaba, dos dantas... dos dan-
tas jóvenes han caido en la trampa!... Cudjo 105
trae cn el carruaje, son del tamano de becerros.»
»No habia nada de extraordinario en aquella
noticia; pues habiamos cogido ya un danta en
nuestra primera trampa , y teniamos muchos en
nuestro parque. Verdad es que eran dos dantas
jóvenes, y como los que poseiamos eran todos
viejos, Enrique estaba contento por aquella cit-
cunstancia. y
»Yo no di gran importancia, en el primer mo- |
mento á aquella captura, y fuí con María y 108.
niños á recibir á los nuevos cautivos. 4
»En tanto que CGudjo y los muchachos, se pre-
araban á dejarles en el parque, me acordé de ha-
er leido que el gran danta ó alce de América
podia domarse como una bestia de carga ó de tiro.
»No necesito deciros, amigos mios, que aque
pensamiento abrió un nuevo campo á mis refle-
xiones. ¿Podríamos conseguir enganchar aquellos
1
dichosos -
> $