48 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
— Ahora vamos á sar atacados por la guerrilla
de Canobio, y no hay empalizada ni eminencia
que pueda salvarnos.
—¿Qué haremos? preguntó mi compañero.
—Morir hasta el último. Pero noserá sin luchar
primero, y cuanto mas pronto estemos prepara-
dos, mucho mejor.
Salté del tejado del rancho y ordené al corneta
que tocara llamada.
Las agudas notas del clarin sonaron, y en un
abrir y cerrar de ojos toda la compañía estuvo for-
mada á mi alrededor.
— Bravos camaradas, les dije; el enemigo acaba
de obtener una gran ventaja sobre nosotros. Aho-
ra ponen una pieza de artilleria, contra la cual
estas débiles estacas no nos pueden abrigar sino
muy poco tiempo. Si nos. desalojan del cor-
ral, no nos queda mas recurso que corrernos há-
cia el bosque. Entonces vosotros me seguireis, y
si somos cortados en medio del campo, que cada
hombre defienda su vida como mejor pueda, con
tal que al morir la venda lo mas cara posible.
Un entusiasta grito de toda la compañia acogió
mi corta arenga.
Yo continué:
— Ahora, examinemos primero el uso que sa-
ben hacer de su pieza. Es un caúon de pequeño
- calibre, y no creo que nos causará mucho daño.
Tened cuidado de evharos al suelo á cada disparo
que se haga. "Pal vez consigamos mantenernos
hasta la llegada de nuestros amigos. De todos
modos, mantengámonos firmes. :
Un segundo hurra resonó en toda la línea.
— ¡Dios mio! qué terrible situacion, murmuró
el mayor.
——¿Qué es lo que tiene de terrible? pregunté
bruscamente, sintiendo un invencible desprecio
hácia aquel sér egoista y cobarde.
— ¡Oh! pues ahi es nada!... Verse uno conver-
tido en blanco de un cañon!
—Acordaos, señor mayor, de que sois militar.
—¡ 0h! no lo podria olvidar en este momento.
Pluguiera al cielo que hubiera presentado mi re-
nuncia como pensé hacerlo, antes de empezar esta
maldita guerra.
—No tengais miedo, le dije, sin poder contener
mi risa y desarmado por el candor de su cobardía.
Ya bebereis buen vino cn Nueva Orleans en el
hotel de Hewlet antes de un mes. Colocaos de-
trás de este tronco; es el único punto de toda la
empalizada que esté completamente al abrigo del
cañon. :
—¿ Oreeis de veras, capitan, que aquí estaré se-
guro y que el tronco resistirá el primer cañonazo?
—Creo que sí. Ni una pieza de sitio le haria
gran mella. Compañeros, preparaos para recibir
órdenes.
Ya el cañon habia sido conducido á cosa de
quinientos pasos de la empalizada y un grupo de
artilleros se disponian á colocarlo en batería.
En aquel momento, la voz del mayor llamó mi
atencion.
—¿Vais á permitir, capitan, que seacerquen tan-
tanto con su terrible cañon? :
— ¿Pues cómo quereis que lo impida? dije sor-
prendido.
—¡ Cómo! con mi rifle que alcanza mucho mas.
Me parece que podria hacerles retroceder.
—Estais soñando, mayor, le contesté : están á
doscientos pasos mas allá del alcance de nuestras
carabinas. Si estuviesen un poco mas cerca ya
les hubiésemos hecho dar frente á retaguardia.
—Pero, capitan, si mi carabina alcanza al doble
de esta distancia.
Miré al mayor con sorpresa, temiendo que el
miedo le hubiese hecho perder la razon.
—No lo dudeis, capitan, es un Zúndnadel que
alcanza á ochocientos metros.
—¿Será posible? exclamé, acordándome en
aquel momento de una arma extraña y pesada
que habia hecho quitar de la silla de Hércules en
el momento de la partida de Raoul. ¿Por qué no
me lo habeis dicho antes?
—¿Dónde está la carabina del mayor Blossom?
grité.
—Aqui está, contestó el sargento Lincoln; y
por cierto que es una carabina como no he visto
otra. Parece un cañon.
Como me lo habia asegurado el mayor, su
arma era un fasil de aguja, invencion prusiana
que no conocia mas que de oidas.
—¿Está cargada, mayor?
—Sl.
—¿Podreis pegarie un balazo al hombre que
tiene en la mano el escobillon? dije, devolviendo
el arma al cazador.
—Si; con tal que el tiro no quede corto.
—Alcanzará aunque sea á mil metros, aseguró
el mayor con energía.
—¿Estais seguro, mayor? pregunté.
—Completamente seguro, capitan. Lo he reci-
do directamente de manos del inventor y lo he
probado en Washington. Se carga con bala cónica
y á la distancia que Os digo atraviesa una tabla
de una pulgada de espesor.
—¡Muy bien! ahora, sargento, buena puntería,
que esta arma quizá sea nuestra salvacion.
El sargento Lincoln se afirmó sólidamente
sobre sus piés, escogió una estaca de la empali-
zada cuya altura no excediera de sus hombros,
limpió el polvo de la abertura, levantó la culata
de la carabina al nivel de su mejilla y se preparó
para hacer fuego.
—¡Sargento! al hombre de la bala, le dije inter-
rumpiéndole.
En el momento en que yo hablaba uno de los
artilleros enemigos estaba delante de la pieza
con una bala en la mano, que iba á introducir en
el cañon. Lincoln apretó el gatillo, salió el tiro y
en el mismo instante el artillero cayó de bruces
con los brazos abiertos; la bala que tenia en las
manos rodó pesadamente á algunos pasos de
distancia. El hombre herido no se volvió á le-
vantar.
Un rugido de ira se escapó del grupo de los
guerrilleros; y otros gritos partieron tambien del
interior del corral, pero estos eran gritos de
triunfo.
—¡Viva el tirador! gritaron una docena de
voces á la vez. ,
Momentos despues la carabina estaba nuéva-
mente cargada.
—Ahora, sargento, el hombre del botafuego.
Mientras se cargaba la carabina, los artilleros un
tanto repuestos de su sorpresa cargaron la pieza.
Un artillero de buena estatura se hallaba inmóvil
y con la mecha en la mano detrás del cañon espe-
rando la órden de hacer fuego. Antes de que reci-
biera esta, el rifle del mayor habia disparado otra
bala, y el brazo del artillero, agitado por un mo-
vimiento convulsivo, despidió la mecha encendi- '
da cuyo fuego se comunicó á la yerba que rodea-
ba la pieza. El artillero mismo se tambaleó, dió
dos ó tres pasos y fué á caer en brazos de sus
camaradas. ds
— Ahora, capitan, ¿me permitireis que yo elija
el hombre?
—¿Cuál es, sargento? le pregunté.
—Es aquel que veis pavonearse sobre una jaca
negra.
Conoci el caballo y la figura de Dubrosc.
—Con mucho gusto, sargento, le contesté. .
Confieso que al hacer esta concesion sentí mi
corazon agitado por una emocion indefinible. *
Pero antes que Lincoln concluyera de carga!
su arma nuevamente, uno de los mejicanos, cre0
que era un oficial, cogió el botafuegos que S€
habia caido de las manos del artillero y qué