Full text: El Valle de la Vírgen

  
  
  
  
28 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA. 
por aquellos feroces mónstruos; uno se me habia 
agarrado á la garganta y otro á un brazo, y sen- 
tia sus acerados dientes clavarse en mis carnes. 
Yo luchaba como un desesperado; y llegué á | 
bacer presa tambien no sé sien una cola, en una 
pata, Ó en un cuello, pero lo que sé ciertamente es 
que consegui empujar el animal al precipicio. Por 
un momento me encontré libre, pero otro ad- 
versario me atacó y el combate principió nueva- 
mente. 
Entregado á todos los accidentes de la lucha, 
perdi el equilibrio y estuve á punto de sufrir la 
misma suerte de mi anterior adversario. Hice un 
terrible esfuerzo y me libré de caer al torrente; 
pero este último esfnerzo agotó mi energía y caí 
al suelo. No podia luchar mas tiempo. 
Miré á mi alrededor; Clayley y Raoul estaban 
como yo tendidos en tierra, heridos y ensangren- 
tados. Lincoln y Chane tenian agarrado un sa- 
bueso entre los dos y lo balanceaban sobre el 
abismo. 
— ¡ Vamos, Murtagh! exclamó el cazador, es 
necesario enviarlo al otro lado... una, dos, tres, 
¡paf! El cuerpo del sabueso fué á caer en la 
orilla opuesta del torrente. 
Era el último de la jauría. 
CAPITULO XVIIL 
UNA ASTUCIA INDIA. 
Al mismo tiempo que nos desembarazábamos 
del último adversario, un grito salvaje llamó 
nuestra atencion. Eran los guerrilleros que aca- 
baban de llegar al bosque. Venian todos á caballo 
y se detuvieron al pié del torrente. 
— ¿Que significa ese grito, Raoul ? pregunta- 
mos con ansiedad. 
— Nuestros perseguidores están contrariados; 
no pueden continuar á caballo, y tienen que 
apearse para llegar hasta nosotros. 
— Si tuviésemos una carabina cada uno. Este 
sendero.... es magnífico. Podriamos defenderlo 
admirablemente, pero... ¡estamos desarmados! 
Los guerrilleros echaron pié á tierra, ataron 
sus caballos á los árboles y en seguida atravesa- 
ron el torrente. Uno de ellos, que parecia el jefe, 
á juzgar por su brillante traje y las plumas del 
sombrero, penetró en la corriente, adelantándose 
á sus compañeros, y se paró al pié de una roca 
con la espada en la mano. Distaba de nosotros 
como unas trescientos pasos. 
— ¿Creeis alcanzarlo ? dije á Lincoln, que aca- 
baba de cargar su carabina, y estaba aparente- 
mente midiendo la distancia. 
—Me temo que esté muy lejos, capitan. Ahora 
daria seis meses de mi sueldo por tener á mi dis- 
posicion la carabina del mayor. Sin embargo, 
probemos. ¡ Murtagh ! poneos delante de mi, que 
si el mejicano me vé cargar, vá á huir como un 
gamo. 
Todos nos pusimos delante del sargento; este 
apoyó su carabina sobre la espalda de uno de 
nosotros y apuntó. 
Pero el jefe mejicano habia notado los prepa- 
rativos, y comprendiendo el peligro que corria, 
se disponia á saltar al agua cuando el tiro sonó... 
su sombrero con plumas voló de su cabeza; y él 
abriendo convulsivamente los brazos, se hundió 
con estrépito en el agua. Era cadáver. 
Sus compañeros lanzaron un grito de terror, y 
los que le habian seguido valerosamente en su 
avance se pusieron al abrigo de las rocas. 
Uno de ellos gritaba en alta voz á sus demás 
compañeros: 
—Guardaos, que esa es la carabina del diablo. 
  
Sin duda alguna era el compañero de José, que 
habia estado en la escaramuza dela Virgen y recor- 
daba los efectos del Ziúndnade!l. 
Los guerrilleros espantados con la muerte de 
su jefe, pues era Yañez el que acababa de caer, 
se guarecieron detrás de las rocas; y hasta los que 
estaban á seiscientos pasos de nosotros se refu- 
giaron detrás los árboles y en los repliegues del 
terreno. 3 
Por lo demás los enemigos contestaron á Lin- 
coln con sus escopetas; pero sus balas mal dirl- 
gidas apenas alcanzaron, ó pasaron silbando sobre 
nuestras cabezas. Clayley, Chane, Raoul y yo, que 
no teniamos armas, nos habiamos agazapado de- 
trás de una roca, para evitar el alcance de una 
bala perdida. No así Lincoln, que posado sobre la 
parte mas alta del peñasco, presentaba todo su 
cuerpo al enemigo, cuyos proyectiles parecia de- 
safiar. 
Nunca he conocido otro hombre que fuera mas | 
inaccesible que él al temor de la muerte. Su valor |: 
era siempre el mismo, impasible y reposado. En 
aquel momento este admirable soldado, firme 
como una estátua en la roca que dominaba, ma- 
nejaba con sangre fria su temible arma, y 
mirando con desprecio á sus espantados en£t- 
migos, presentaba uno de esos cuadros que no se 
ven mas que una sola vez en la vida, y que yo de 
buena gana hubiera trasladado el lienzo si 
fuera pintor. 
Impasible en su puesto el cazador apuntaba 
con una terrible precision, sin cuidarse de la llu- 
via de balas que caia cerca de él con ese silbido 
peculiar que no olvidan jamás los que se han 
encontrado en una batalla. 
Habia en su arrogante actitud cierta horrible 
grandeza, admirable hasta para nosotros mismos; 
no era extraño pues que amedrentase á sus ene- 
migos! : 
Ya iba á ordenar á Lincoln que se retirase, 
cuando le ví apuntar nuevamente su carabina. 
En seguida dejó caer la culata en tierra con un 
gesto de desagrado. Esta misma operacion se re- 
pitió varias veces. E 
— ¡Cobardes! parece que juegan al escondite. 
En efecto, cada vez que Lincoln apuntaba su 
temible carabina los guerrilleros se ocultaban. 
—¡No valen la mitad de sus perros! exclamó 
el cazador mirando hácia nosotros, y si tuviése- 
mos piedras, los tendríamos escondidos detrás de 
esa roca hasta el dia del juicio. 
En aquel instante se notó cierto movimiento 
entre los guerrilleros. La mitad de la partida se 
alejó al galope. ] 
—Van á atravesar el torrente, dijo Raoul; es 
una jornada como de una milla y media; lo cru- 
zarán á caballo y dentro de media hora estarán so- 
bre nosotros. ] 
¿Qué hacer? No teníamos un bosque ó cha- 
parral donde ocultarnos. La campiña que se ex- 
tendia detrás del peñasco era una llanura pobla- 
da de algunas palmeras y yucas desparramadas. 
Desde la eminencia en que estábamos, descubria- 
mos todo el país hasta cinco millas á la redonda. 
A esta distancia empezaban los bosques; ¿pero 
seria posible llegar á ellos antes que nuestros 
enemigos nos alcanzasen ? A 
Si todos los guerrilleros se hubiesen dirigido 
hácia el vado, hubiéramos bajado al torrente; 
como hemos dicho un grupo de ellos permanecia 
al pié de la roca, y nos impedia la retirada po! 
este lado. Debíamos por lo tanto encaminarnos 
los bosques, queeran nuestro único recurso. 
Lo primero que teníamos que hacer era enga- 
ñar á la partida que estaba á la vista; pues sl 20 
pronto los tendríamos encima junto con sus a 
más compañeros, y nosotros sabíamos por exp£ 
riencia que los mejicanos corrian como liebres. 
  
   
  
   
   
  
     
   
  
 
	        
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