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32 BIBLIOTECA ILUSTRADA: DE TRILLA Y SERRA.
la cadena hasta colocarla en posicion horizontal.
Un grito lanzado por el último mono de la nue-
va cadena fué la señal de que todo estaba pronto;
á esta señal el mono que habia formabo el anillo
de la primera, soltó la rama donde estaba asegu-
rado y toda la cadena osciló de nuevo como al
principio, con la diferencia de que el movimiento
tenia lugar ahora en la orilla opuesta. Cuando la
cadena estuvo tendida á lo largo del árbol, los
que estaban cerca de tierra se dejaron caer, al
paso que los que formaban los eslabones su-
periores treparon á las ramas del árbol y des-
cendieron por el tronco. En seguida toda la cua-
drilla desapareció de nuestra v:sta en la espesura
del chaparral.
—¡Vaya uningenio! exclamó el irlandés que es-
taba maravillado contemplando la maniobra de
los monos. No conozco muchos hombres que ten-
can tanta habilidad.
La reflexion del irlandés nos hizo reir. Como
estábamos bastante descansados con algunas
horas de sueño, nos pusimos en pié, y emprendi-
mos la marcha.
La tempestad habia cesado completamente, y el
sol que descendia á su ocaso en aquel momento
brillaba sobre nosotros á través de las anchas ho-
jas de las palmeras. Los pájaros entonaron nue-
vamente sus cantos armoniosos, los papagayos y
los trogones venian á revolotear por encima de
nuestras cabezas, mientras que los tucanes con su
enorme pico se mantenian taciturnos y silencio-
sos en las ramas altas de los árboles. Todo nos
invitaba á emprender nuevamente la marcha,
como lo hicimos aprovechándonos de la circuns-
tancia de que el arroyo que habia corrido abun-
dantemente durante nuestro sueño, se encontra-
ba vadeable en aquel momento.
CAPITULO XXI.
LOS JAROCHOS.
Nos dirigimos hácia el Puente Nacional, donde
Raoul tenia á la mitad del camino un amigo, an-
tiguo camarada suyo con cuya proteccion conta-
ba. El rancho de este estaba situado cerca de un
camino que conduce á la rinconada de San Mar-
tin. Allí esperábamos encontrar quecenar, y si no
cama, álo menos un techado y un petate. Nada
teníamos que temer en la travesía hasta llegar á
la casa Jlel amigo de Raoul, que distaba solamen -
te unas diez millas.
Era cerca de media noche cuando llegamos al
término de la jornada. En el rancho del amigo del
francés, que era un contrabandista, encontramos
á todos de pié, no obstante lo avanzado de la
hora.
José Antonio, que así se llamaba nuestro hués-
ped, se quedó un poco sorprendido al ver entrar
de repente en su casa cinco desconocidos sin
sombrero, tan derrotados y con tan mala traza;
pero apenas se dió Raoul á conocer, fuimos aco-
gidos con la mayor benevolencia.
Nuestro huésped era un hombre algo viejo,
flaco y huesoso, y de vista penetrante; de modo
que en muy poco tiempo se hizo cargo de nues-
tra situacion, y evitó á Raoul largas y penosas
explicaciones.
A pesar de la cordialidad con que habíamos
sido acogidos, noté cierta expresion de contrarie-
dad dibujada en el semblante de Raoul, despues
de haber dado una ojeada por el único cuarto de
que se componia el rancho.
Dentro de la habitacion habia además dos mu-
jeres : la esposa del contrabandista y su hija, que
era una chica de diez y ocho años, fresca Y
bonita. ]
—¿No habrán cenado, caballeros? preguntó
José Antonio.
—Ni comido ni almorzado, respondió Raoul
con un gesto significativo.
—¡Caramba.....! ¡Rafaela, Jesusita! exclamó
nuestro huésped con una de esas muecas que en
Méjico equivalen á toda una conversacion.
El efecto fué mágico, é inmediatamente Jesu-
sita se puso delante del fogon, mientras que
Rafaela, su madre, preparaba la olla.
. . . . Y. . . . . . . . . » . . O
Pronto, gracias á un soplador hecho de hojas de
palma, el fuego principió á chisporrotear, la carne
á hervir en la olla y el chocolate á enseñar su
olorosa espuma, y nosotros á aspirar gratas ema-
naciones, pronóstico feliz para nuestros ham-
brientos estómagos.
A pesar de todo esto, Raoul continuaba siem-
pre contrariado. La causa del mal humor de mi
amigo parecia ser un hombrecillo que estaba cas!
escondido en uno de los ángulos de la habita-
cion. Este hombre vestia el traje talar, hácia el
cual constábame que Raoul sentia una aversion
algo mas que reformista, y que juzgué era la
causa de su inquietud.
¿Quién es ese hombre, Antonio? preguntó al
huésped en voz baja. y
—Es el cura de San Martin, contestó el meji-
cano inclinando la cabeza en señal de reverencia
y respeto. :
—¿Qué clase de sujeto es ? añadió Raoul.
—Es un hombre de bien, contestó el huésped.
Raoul pareció darse por satisfecho , y se calló.
Por mi parte me puse á examinar aquel hombre
de bien, y no pude menos de creer que el rancho
debia agradecer mas á los bellos ojos de Jesusita
que al celo del buen padre por los intereses espl-
rituales del contrabandista y de su familia el
honor de sus visitas.
Habia en sus labios una expresion muy mat-
cada de lujuria, que adquiria mayor intensidad
cada vez que alguno de los cuidados domésticos
obligaba á la niña á aproximarse al sitio que él
ocupaba, y dos ó tres veces observé que aquel
hombre de bien lanzaba á Chane miradas impreg-
nadas de cólera cuando este en su calidad de ga-
lante irlandés se hacia el amartelado al lado de
Jesusita, ayudándola á soplar las brasas del
hogar. '
—¿Dónde está el padre? preguntó Raoul mo-
mentos despues dirigiéndose á su amigo.
—Esta mañana estaba en la rinconada.
—¡Eu la rinconada! exclamó el francés sobre-
saltado.
—Se dirigen hácia el Puente. Han tenido un
combate con los vuestros, y han perdido algunos
hombres. Dicen que han muerto algunos reza-
gados. :
—De modo que esta mañana estaba en la rinco-
nada, continuó Raoul en voz baja, hablando mas
consigo mismo que con su interlocutor, cuyas
últimas palabras parecia no haber escuchado.
—Podriamos encontrarnos con él, añadió des-
pues de una pausa.
—¡Oh! no hay peligro, respondió el huésped,
si variais vuestro camino. Los vuestros están en
el Plan, preparándose para atacar el desfiladero
del Cerro y aseguran que Santa Ana lo defiende
con veinte mil hombres.
Mientras duraba este diálogo advertí que el
cura se manifestaba inquieto en su silla. Cuando
concluyó la conversacion se levantó, saludó, y $8
disponia á partir. Pero Lincoln que habia estado
observando sin quitarle los ojos, dió un salto Y
se colocó delante de la puerta exclamando con
audacia: