EN EL VALLE DE LA VÍnGEN
TA quién has visto, Jack? le pregunté en
voz baja cuando pude aprovechar un momento
para llamarle aparte.
—Los he visto á todos, capitan.
—¿Y bien?
—Me han pregantado por vos; y cuando les
he dicho que....
— ¡Sigue! ¡sigue!
—Se quedaron muy sorprendidos.
—¿Y despues?
—Despues.....las señoritas...
—Las señoritas qué.
—Rompieron á llorar como unas locas.
Jack era la paloma que traia en su pico la oliva
de paz.
—¿No te han dicho para dónde partian? pre-
gunté despues de una pausa durante la cual
aun sintiéndome- despierto me creia en bra-
zos de uno de los sueños mas deliciosos.
—5Si, capitan; van á establecerse al interior del
país.
—¿Pero dónde?
— Es un nombre muy extraño; creo que no lo
lecordaré nunca.
—¿Jalapa, Orizaba, Córdoba, Puebla, Méjico ?
—UÚreo que es alguno de esos nombres.
—+¿ Pero cuál ?
—Se me ha olvidado, capitan.
—Capitan Haller, dispensadme, gritó el mayor
én aquel momento; pero hay aquí algunos sujetos
Que tal vez sean de los que querian ahorcaros.
Quisiera que los examinarais, ¿los reconoceis?
Y al decir esto el mayor me presentó cinco ja-
tochos que habian caido prisioneros. l
—5Í, respondi; creo reconocerlos, pero no es-
toy completamente seguro.
—¡Porsan Patricio! mayor, yo sí que los re-
“Conozco; puedo jurarlo por mi vida. Hay entre
ellos uno que me ha propinado una de esas fa-
Mosas razones que no se olvidan, si es que puede
amarse razon á un puntapié.—Vamos, ¡no te
£scondas, bribon! mirame cara á cara, ¿no me co-
Doces?....
Acércate, soldado, dijo el mayor.
Chane se acercó y dió tales explicaciones, que
Os jarochos quedaron desde aquel momento deli-
Mitivamente condenados.
— Está bien, dijo el mayor despues de haber
Vido al irlandés. —Teniente Claiborne, continuó
Irigiéndose al oficial mas jóven, ¿qué castigo me-
Yecen ?
—La horca, contestó el teniente con voz so-
emne.
—¿ Teniente Hillis?
—¡Horca! fué la contestacion.
—¿ Teniente Ciayley ?
—¡ Horca! contestó mi teniente con una voz fir-
Me y vigorosa.
—¿ Capitan Henness y ?
—¿Horca!
—¿ Capitan Haller?
—¿ Lo habeis pensado detenidamente, mayor....?
Queria modificar el rigor de la pena.
..—Capitan Haller, me dijo el mayor interrum-
Piéndome bruscamente, no tenemos tiempo, ni
acilidad de custodiar prisioneros. Nuestro ejérci-
0d ha llegado hasta Plan-del-Rio y se prepara á
atacar el desfiladero. Si perdemos una hora sola-
Mente, no llegaremos á tiempo de tomar parte en
a batalla, y ya sabeis tan bien como yo lo quepo-
Ha resultar.
Ñ Conocia demasiado el carácter resuelto de
“Wing, para insistir en mi oposicion. Me callé
Pues, y los jarochos fueron condenados á muerte.
El párrafo siguiente, tomado del parte oficial
E Mayor, arroja mucha luz sobre el resultado de
a sentencia :
“Hemos muerto cinco hombres al enemigo y
héchole prisioneros otros tantos, pero el jefe con-
siguió escaparse. Los prisioneros fueron procesa-
dos y sentenciados á ser ahorcados. Encontramos
que tenian dispuestas las cuerdas para el capitan
Haller y sus compañeros, y como careciamos de
mejores utensilios, las aprovechamos para ellos.»
CAPITULO XXV.
UNA BATALLA Á VISTA DE PÁJARO:
Salimos de la caverna del Aguila una hora des-
pues de aparecer el sol. Al cabo de haber anda-
do un centenar de pasos miré hácia atrás y vilos
cinco cadáveres de los jarochos pendientes de los
pinos. Era un extraño espectáculo que no olvi-
daré nunca. Sus camaradas, que quizá lo contem-
plaban desde alguna espesura del bosque vecino,
debieron hacerse singulares reflexiones.
Aquellos infelices habian sido ejecutados sin
despojárseles de su traje pintoresco. A. su alrede-
dor principiaban á agruparse las aves carnívoras:
el águila altanera cruzaba el espacio lanzando su
estridente grito de guerra como para ahuyentar
á los buitres que á bandadas acudian desde los
remotos confines del horizonte, describiendo con
su vuelo curvas caprichosas alrededor de la presa
que codiciaban. Aun no habíamos perdido de
vista la caverna del Aguila, y ya los cadáveres
todavía calientes y. palpitantes de los bandidos
habian principiado á ser pasto de sus hambrien-
tos enemigos. ¡Qué horror! ¡Extraña mutacion
de las cosas humanas! Aquel espectáculo desper-
taba en mí las mas extrañas reflexiones, pensan-
do que los verdugos habian ido á ocupar el pues-
to de las víctimas.
No tardamos en llegar al pié de la eminencia.
y nos encontramos á la orilla del torrente, que
algunas horas despues vadeamos en direccion al -
oeste. A eso de medio dia, hicimos alto para dor-
mir la siesta, á la orilla de un arroyuelo de agua
cristalina , sombreado por un pequeño bosque de
palmeras. Era un sitio delicioso. :
Al caer la tarde, aprovechando el descenso del
sol emprendimos la marcha, y llegamos á Jaca-
mulco, donde resolvimos pernoctar. Twing exigió
del alcalde viveres y forraje para hombres y ani-
males. Los caballos fueron atados en ¡a plaza; los
soldados durmieron en el mismo sitio, en torno
de las fogatas, y como medida de precaucion, se
colocaron retenes en cada uno de los caminosque
conducian al pueblo.
El alba nos encontró ya cabalgando; y despues
de algunas horas de marcha llegamos á las orillas
del rio Plan.
Continuábamos tranquilamente nuestro cami-
no, cuando de repente nos llamó la atencion un
objeto que nos hizo estremecer; en frente de nos-
otros se levantaba una colina en forma de cúpu-
la. en cuya cima habia una torre, y en ella flo-
taba el estandarte mejicano.
La torre estaba defendida por una prolongada
fila de hombres uniformados, y algunos jinetes
lajosamente ataviados, que recorrian al galope
la colina. Veamos relucir sus cascos de acero y
brillar sus bayonetas. Un bruñido obús resplan-
decia á los rayos del sol, y distinguiamos los ar-
tilleros colocados en sus puestos.
El sonido de las trompetas y tambores llegaba
muy distintamente hasta nosotros. Estábamos
tan cerca que hasta podíamos oir las voces de
mando.
— ¡Alto ! exclamó T wing, deteniendo su caba-
llo. ¡Mil rayos! estamos caminando hácia el cam-
o enemigo. ¡ Guia! añadió , dirigiéndose colérico
ácia Raoul, ¿qué significa esto ?