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dos á perecer,
4 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRÍLLaA Y SERRA.
No pude contener la risa.
—Amigo mio, le dije, el mejor diccionario que
podeis encontrar es ella misma.
——Sin duda. Pero ¿cómo nos arreglaremos para
venir á menudo? No siempre se nos ha de con-
fiar la mision de venir á buscar mulas.
—En efecto; creo que va á sernos un poco
difícil.
Yo mismo me puse á pensar seriamente en esta
dificultad, comprendiendo que no era fácil alejar-
se del campamento. La casa de don Cosme dis-
taba como diez millas de nuestras lineas, y la tra-
vesía podia hacerse peligrosa.
—¿No podriamos venir de noche , observó
Clayley, haciéndonos acompañar por media do-
cena de hombres? ¿Qué os parece, capitan?
—No me atreveria á volver sin traer á su her-
mano; he dado mi palabra y la cumpliré.
— Habeis hecho mal en comprometeros de ese
modo. Me temo que ese muchacho no pueda salir
de la ciudad como habeis ofrecido.
Las sospechas de mi camarada se realizaron,
pues al acercarme al campamento encontramos
un ayudante de campo del general en jefe, quien
nos dijo que desde aquella mañana quedaba pro-
hibida toda comunicacion entre los buques de
guerra extranjeros y la ciudad sitiada.
El viaje de don Cosme era pues inútil. Le co-
muniqué esta circunstancia, aconsejándole que se
volviese.
—No digais nada á vuestra familia, sino que
se necesita esperar algun tiempo, y que habeis
confiado el asunto á mi cuidado. Mientras tanto
tened la seguridad de que haré todos los esfuer-
- zos posibles por penetrar en la ciudad y devol-
ver el jóven sano y salvo á su madre.
Era el único consuelo que podia ofrecer al
intranquilo padre.
—Sois un excelente amigo, capitan, muy buen
amigo, pero veo claramente que no se puede
hacer otra cosa sino esperar con paciencia y Orar.
El anciano pronunció estas palabras con un
acento lleno de melancolía. :
Me hice acompañar por Raoul y conduje á don
Cosme hasta cierto paraje del camino fuera de pe-
ligro. Al separarnos nos dimos - un fuerte 'apreton
de manos.
Me quedé contemplando por algunos momen-
tos á aquel pobre anciano, que se alejaba absor-
bido por el triste pensamiento de los peligxos de
su hijo.
Hasta cierto punto participaba de su misma
tristeza, y contrariado por ella, me volvi al cam-
pamento poco á poco y MUy pensativo.
Hasta entonces no se habia roto el fuego con-
tra la plaza, pero nuestras baterías estaban casi
emplazadas y en ellas habia muchos morteros
dispuestos áarrojar sus mortíferos proyectiles.
¡Cuántos estaban amenazados de muerte! Es
evidente que ni un solo proyectil podia perder-
se, porque no habia un solo sitio en la ciudad
que estuviese fuera del alcance de nuestros dis-
paros. Muchas mujeres y niños estaban destina-
y el hijo de don Cosme mismo po-
día ser una de estas víctimas. ¿Me esperaba á mi
la desgracia de tener que ser portador de tan in-
fausta noticia? ¡Cuán triste habria de ser para e//a
recibir entonces como mensajero de desgracia, al
mismo que les habia infundido tan gratas espe-
ranzas!
—¿No habrá medio de salvarlo, Raoul?
Hice esta pregunta con tal acento que el solda-
do se estremeció.
Por mi parte acababa de concebir un proyecto.
—¿ Conoceis bien á Vera-Oruz? prosegui dicien-
do á Raoul.
—Puedo recorrer con los ojos vendados todas
sus calles, capitan. .
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—¿Qué significan aquellos arcos que dan al
mar?
Yo habia notado esta particularidad al ir á vi-
sitar á uno de mis amigos que estaba en la es-
cuadra.
—Son albañales destinados á conducir al mar
las aguas de que se inunda la ciudad cuando
sopla el Norte. Estos albañales atraviesan toda
la ciudad y tienen aberturas en todas las calles.
Yo mismo he penetrado en la poblacion por
ellos.
—¿Y con qué motivo ?
—Con motivo de un contrabando.
—¿Segun eso es posible introducirse en la plaza
por ese medio?
—Nada es mas fácil; á no ser que se les haya
antojado poner un centinela en cada una de sus
entradas, lo que no es de creer.
—¿Y cómo os arreglariais para eso?
—Ya lo vereis. No teneis mas que ordenarlo y
os prometo traeros una botella de ron del café de
Santa Ana. pe
NÓ quiero que vayais solo. Yo 0s acompa-
ñaré.
—Pensais mal, capitan. Se trata de una expedi-
cion que para vos está llena de peligros. En
cuanto á mi, nada tengo que temer; pues nadie
sabe en Vera-Oruz que yo me encuentre con los
americanos. Pero si os cogen á vos...
—Teneis razon; comprendo bien lo que me
espera.
—Sin embargo, se dijo Raoul en una especie
de soliloquio, el caso podria realizarse sin peligro
alguno vistiéndome con el traje de los mejicanos.
Despues añadió en alta voz: :
—Vos hablais el español tan bien como yo, ¿Y
si os atreveis?.... s
—Estoy resuelto, le contesté. :
—Pues bien, manos á la obra.
Conocia qne Raoul era uno de esos espíritus
audaces, nacidos para luchar con las dificultades;
un hijo de la fortuna cuya cabeza y corazon esta-
ban muy por encima de su condicion social.
Desconocedor por completo de la ciencia de los
libros, habia estudiado tal vez muy á su costa la
que suministran el mundo y los hombres, y por
tanto poseia la ciencia de la: experiencia. Habia
en su carácter una mezcla de indolencia y de
heroismó que le habia captado mi admiracion, Y
que me hacia grata su compañía.
—Se trataba en aquel instante de una aventu-
ra peligrosa, es cierto; pero la suerte del hijo de
don Cosme me inspiraba tanto interés, mi dicha
dependia de tal modo de su salvacion, que veia
hasta en el mismo peligro un nuevo atractivo,
que satisfacia la vanidad de mi vida aventurera
y la inclinacion de mi naturaleza poseida cons-
tantemente por el amor á lo maravilloso.
CAPITULO Il.
TEMERIDAD.
Al llegar la noche abandonamos Raoul y. y0
nuestro campamento disfrazados de rancheros, Y
llegamos á Punta Hornos, que era el sitio mas
avanzado de nuestra línea. Serian poco mas 0
menos las diez. Nos arrojamos inmediatamente
al mar. El agua nos llegaba hasta la cintura, 12
marea bajaba y felizmente la noche estaba .com”
pletamente oscura. q
Cuando el oleaje nos empujaba quedábamos
cubiertos hasta el cuello; y cuando se retiraba
nos agachábamos de manera que no podian des-
cubrirnos sino una pequeña parte del cuerpo:
De este modo, nadando y caminando llegamof
hasta la ciudad. +