40 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
— Esta colina, mayor, respondió el soldado
sin inmutarse, es el Telégrafo, el cuartel general
de los mejicanos.
—-¿Y por qué hemos venido por aquí? Estamos
á media milla de distancia del enemigo.
— A diez millas, mayor.
— ¡Cómo á diez millas! ¡si estoy viendo desde
aquí el águila de su bandera! Os aseguro que no
hay ni una milla.
— Para los ojos es verdad; pero yendo por el
camino, mayor, os lo he dicho, hay diez millas,
pues para poder llegar al Telégrafo cs necesario
costear la barranca.
Lo que decia Rauo! era cierto; aunque estába-
mos al alcance del cañon del enemigo, no dejá-
bamos por eso de hallarnos á la distancia de diez
millas.
Abríaseuna sima entre ellos y nosotrosen cuyo
borde nos encontramos; algunos momentos des-
pues continuamos la marcha tan de prisa como
lo permitia aquel suelo pedregoso.
— ¡Dios mio, Haller! vamos á llegar muy
tarde. ¡Galopad! dijo Twing; y se apresuró la
marcha.
No tardamos en divisar el campamento ameri-
cano, pero á lo lejos y muy distante todavía de
nosotros. A pesar de la rapidez con que andába-
mos, seguíamos eternamente viendo el Telégrafo
encima de nuestras cabezas.
—¡Dios mio! exclamó Twing, han levantado
ya el campamento.
En efecto se veia en el sitio en que estuvo
muy poco movimiento; solo divisábamos algu-
nos conductores de convoyes, rezagados.
—¡Mirad! ¡mirad!
Segui la direccion que me indicaba el gesto de
Twing. Sobre una colina que dominaba el cam-
pamento, se veia un cuerpo de ejército en forma-
cion, cuyo brillante armamento rellejaba á los
rayos del sol.
De repente oimos un cañonazo, y despues otro
y otros, con acompañamiento de fusileria y del
ruido de tambores y trompetas, y de gritos y
vivas! dass g
—La batalla ha comenzado!
—¡Llegaremos demasiado tarde!
Nos faltaban todavía ocho millas de camino
para encontrarnos en el teatro de la accion. Ya
no era posible llegar á tiempo, y nos resolvimos
á suspender la marcha, maldiciendo nuestra mala
suerte.
Mientras tanto, la fusilería continuaba con una
intensidad creciente; y distinguiamos particular-
mente la detonacion de las carabinas americanas.
Balas rasas y granadas cruzaban el espacio en
todas direcciones.
La colina misma estaba envuelta por una at-
moósfera de azufre, al través de la cual divisábamos
- grupos de soldados que corrian de roca en roca,
avanzando y haciendo fuego al mismo tiempo.
Una columna numerosa salió del bosque, y
arrostrando todos los peligros se puso á escalar
la colina. El plomo enemigo abria anchos claros
en sus filas. Un momento despues las bayonetas
se-cruzaban, los sables despedian chispas y se
teñian de sangre; gritos de furor llenaban el es-
pacio. Un prolongado silencio sucedió á esta es-
cena de confusion; silencio que fué interrumpido
por un hurra de alegría y de triunfo.
Al través del humo que principiaba á disiparse
veíamos grupos de soldados que descendian apre-
suradamente de la colina, para ir á esconderse en
el bosque. Eran fugitivos; pero no podíamos dis-
tinguir si eran mejicanos ó yankees.
Pronto salimos de dudas.
—;¡ Mirad, mirad ! exclamó una voz, la bandera
mejicana ha sido arriada y en su lugar ondea el
pabellon estrellado de la Union.
Esta suslitucion fué saludada con un prolon-
gado hurra de todo el ejército. La batalla de Cer-
ro Gordo quedaba ganada.
CAPITULO XXVI
MODO SINGULAR DE RETIRARSE DE UN CAMPO DE
BATALLA.
Permaneciamos á caballo vueltos hácia la torre
del Telégrafo, en donde acababa de izarse nuestra
bandera, cuando uno de los oficiales exclamó:
—¿ Qué es eso ? señalando con el dedo hácia la
barranca. .
Todas las miradas se volvieron hácia el punto
indicado. Una blanca línea se movia en la parte
interior de la barranca.
—¡Atrás, soldados, atrás ! gritó T wing, despues
de observar un momento aquella extraña apa-
ricion. Es necesario guarecerse en algun acciden-
te del terreno.
Un momento despues todo nuestro destaca-
mento, oficiales y soldados, se habian puesto á
cubierto en el lecho seco de un arroyo, completa-
mente al abrigo de todas las miradas. En seguida
tres de nosotros echamos pié á tierra, y en com-
pañíia del mayor trepamos nuevamente á la mis-
ma posicion que acabábamos de abandonar. Allí
nos ocultamos en un matorral, de manera que
pudiéramos ver sin ser vistos. En el número de
aquellos observadores estaba yo. -
Nos habíamos colocado cerca de la orilla del
abismo, frente á un muro de piedras que se levan-
taba á unos mil piés sobre el nivel del rio, y que
formaba la márgen opuesta de la barranca. El
corte de este muro era casi perpendicular, con
excepcion de algunas prominencias cubiertas de
cactus, de palmeras y de cedros.
En el fondo de la barranca se movia la línea de
que hemos hablado, avanzando lentamente, y no
tardamos en convencernos de que era un cuerpo
de mejicanos derrotados el que la componia; al
mismo tiempo divisamos mas arriba y en medio
de un bosque que se extendia á lo largo de la
orilla opuesta algunos centenares de soldados
que se disponian á bajar al lecho del torrente, con
la intencion de seguir el camino trazado por sus
camaradas y poner la barranca de por medio
entre ellos y el ejército americano.
Permanecimos algunos instantes examinando
los movimientos de los fugitivos, y ya los que
venian á la cabeza de la columna empezaban 4
trasponer la maleza que cubria el fondo de la
hondonada.
El mayor permanecia silencioso sin darnos la
menor señal de obrar, á pesar de las impacientes
miradas que le dirigiamos.
— ¿Y bien, mayor, qué hacemos? preguntó
uno de nosotros.
— Nada, respondió friamente el mayor.
— ¡Cómo nada! exclamamos todos al mismo
tiempo.
—¿Qué pensais, pues, hacer?
— Rendirlos á todos prisioneros.
— ¡Prisioneros! ¿4 quiénes?
— AA estos mejicanos que tenemos delante.
—Si, los tenemos delante: pero como á diez 1mi-
llas de distancia, y aun suponiendo que nuestroS
caballos tuviesen alas y que pudiésemos de un
vuelo llegar al fondo del torrente, ¿qué haríamoS
con cien hombres? Mirad, hay mas de mil mejl-
canos.
—¿Qué importa el número? exclamé, tomando
parte por primera vez en la conversacion. Es un
enemigo en derrota y apostaria á que la mita
de ellos no tienen armas. Vamos, mayor, es ne-