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— ¡Ten cuidado, hombre! oimos que decia uno
de estos.
—¡Canasto! replicaba otro; mira lo que haces,
que si hoy me he librado de las manos de los
yankees no ha sido para venir á aplastarme los
sesos debajo de alguno de estos pedruscos.
—¡ Arriba! ¡arrriba! gritaba otro.
—Antonio, ¿estás seguro de que por aquí lle-
garemos á las tierras altas?
— Ya lo creo que estoy seguro.
— ¿Y despues á Orizaba?
—Si; á Orizaba iremos luego derechitos.
e — Pero hombre, está muy lejos.
—No tengas cuidado, ya encontraremos pue-
blitcss en donde echar una siesta.
—Pues á fé que lo necesito, porque estoy der-
rengado y mas hambriento que un lobo.
—Pues mira, lo que es los lobos de este país
no corren peligro de que por hambre se vuelvan
rabiosos.
— ¿Se sabe si ha mnerto el cojo?
—Buen zorro está el cojo para que puedan pes-
carle las chinitas de los yankees, ni nadie. No le
habrá faltado gazapera en que escurrirse, no ten-
gais cuidado; y empezó á tararear el que así
hablaba:
El que mata al ladron
Tiene cien años de perdon.
Sin embargo, esos mismos hombres horas an-
tes se desganitaban gritando: «¡Viva el general,
viva Santa Ana! »
Las pullas contra el Cojo no pararon ahi; al
cabo de muchos propósitos mas ó menos chocar-
reros que los fugitivos vertieron, oí que uno decia
casi á manera de perorata:
—Si los tejanos pudieran atrapar al Cojo, ten-
dríamos la satisfaccion de nombrar otro presi-
dente.
En aquel momento la cabeza de la columna.
acababa de penetrar en el desfiladero, y al poco
tiempo pasó á nuestro lado sin que nos viera.
Componiala un grupo de quince ó veinte indiví-
duos, en su mayoría pertenecientes á la última
leva. Vestian levitas de tela blanca y pantalones
de marinero. (Quintos y todo como eran, habian
logrado á causa del sitio que ocuparon en la ba-
talla, ó tal vez, y esto es lo mas probable, por el
conocimiento que de la localidad tenian, salir con
vida de la refriega, cuando á tantos de sus cama-
radas veteranos habíales costado el pellejo. Los
menos de ellos conservaban sus armas, de cuyo
peso sin duda se habian aligerado para andar
mas listos en la fuga.
Acababan de trasponer el matorral que nos
ocultaba á mi peloton y á mi, cuando oi la voz
de Raoul que en español y acento tonante decia:
— ¡Alto! ¡abajo las armas!
Al oirlo los mejicanos dieron un brinco de ter-
ror; algunos volvieron piés atrás resueltos á pro-
longar la fuga aunque en sentido contrario, pero
las bocas de una docena de fusiles con que trope-
zaron les hicieron variar de propósito.
— ¡No temais, somos amigos!
Dirigiles estas palabras á media vozá fin de
evitar en lo posible todo conato de resistencia que
hubiera alarmado á los que los seguian y ya no
distaban mucho de nosotros.
Colocados los mejicanos entre Clayley que les
enseñaba un trapo blanco y nosotros que les ofre-
ciamos las bocas de los fusiles, permanecieron
poco tiempo indecisos. Así pues avanzaron hácia
Clayley y Raoul que por lo menos se presenta-
ban bajo un aspecto mas tranquilizador.
Acabábamos de encerrar á estos cuando pene-
tró en el cañon un segundo grupo, tan ajeno á la
suerte que á él le esperaba como pudo estarlo el
BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
primero. Su aprehension se verificó exactamente
de la misma manera, éigual suerte experimen-
taron los que les siguieron. A los que traian ar-
mas les obligábamos á soltarlas, y despues se les
mandaba que se echasen en el suelo con órden de
no hablar ni mover un solo pié.
La ratonera fué llenándose en términos tales,
que emperé á temer por la seguridad de mi presa,
pues era de esperar que intentaran la fuga ape-
nas se dieran cuenta del escaso número de sus
aprehensores.
Pero aun no habiamos logrado el fin principal
de nuestros esfuerzos; Santa Ana no debia andar
lejos, y bien valia su captura el riesgo á que con
la detencion nos exponíamos.
Sostenido por la esperanza de verificarlo quise
aguardar hasta el último instante, mas por des-
gracia un suceso inesperado puso fin á nuestro
copo.
Un grupo compuesto de doce ó quince hombres
en su mayoría oficiales entró resueltamente en el
desfiladero con mayor confianza si cabe que sus
predecesores. Apenas hubieron llegado al siti0
convenido, Raoul les gritó como venia haciendo,
¡Alto! mas estos, en lugar de entregarse como 108
otros, echaron mano á los sables y pistolas con
ademan resuelto de defenderse.
Pero se encontraron entre dos fuegos, y nues-
tros fusiles dieron inmediata cuenta de “su mal
aconsejada resistencia. Algunos cayeron muertos,
otros prisioneros, y por último dos ó tres aprove-
chándose de la confusion y del humo que nos ct-
gaba en espacio tan cerrado, lograron evadirse
sin que al notarlo nosotros pensáramos siquiera
en perseguirlos. Con el estruendo cundió la alar-
ma y hube de desistir de mi propósito. Mandé
que mi gente se reconcentrara con órden de hacer
fuego al primer prisionero que intentara eva
dirse.
No era de esperar que vinieran á atacarnos
dentro del desfiladero. Los pocos que escaparon
introdujeron un pánico tal en las filas delos ya
fugitivos, que solo pensaron en buscar un nuevo
camino para su huida. En cuanto al tirano, so-
bradamente previsor de los peligros, no era de
esperar que viniera á visitarnos.
Algunos imprudentes tiradores llevados de Su
deseo de vengar las atrocidades de Santa Fé y de
San Jacinto, mostraron empeño en ir á darle caza,
pero me negué absolutamente á su demanda po!-
que solo debíamos pensar en aquel instante en
asegurar nuestros prisioneros.
Hicimos tiras con las correas de los fusiles y de
los cinturones, y con ellas atamos dos á dos nues"
tros cautivos, cuyo número ascendia á doscientoS
treinta hombres, formando por tanto una colum-
na de ciento quince hombres de fondo.
Situé mi gente en el frente, flancos y retagua!-
diade esa columna, y con el talante triunfal que
es de suponer llevando tan gloriosa conquista,
hicimos nuestra entrada en el campamento.
CAPITULO XXVIII.
UN DUELO.
Despues de la batalla de Cerro Gordo, nuestraS
tropas victoriosas persiguieron al enemigo has
Jalapa, donde el ejército se detuvo para recoge!
sus heridos y preparar su expedicion contra la
capital de Méjico. 4
Las jalapeñas no nos recibieron mal, ni los J8”
lapeños tampoco. :
Esperábase que saquearíamos la ciudad; mas la
moderacion de que hizo gala nuestro ejército
en aquella circunstancia, nos proporcionó su gra”