46 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
cesivo quedáramos Ransom y yo siendo los me-
jores amigos del mundo.
Le invité á cenar en mi tienda aquella noche, y
á que encendiéramos nuestros cigarros con el
maldito documento de los pantalones de cuero.
Ransom aceptó la proposición con el mayor pla-
cer, é inmediatamente nos pusimos en camino
para la ciudad sentados uno al lado del otro en el
mismo carruaje.
Uno de los soldados que registró el cuerpo de
Dubrose le encontró en los bolsillos un papel
que probaba que era un espía al servicio de Santa
Ana. Se habia unido con los voluntarios de Nue-
va Orleans con el objeto de descubrir los planes
y maniobras de los americanos; y habia deserta-
do á su llegada á Méjico. Se ha visto ya el éxito
de su empresa. Si se le hubiese confiado el man-
do de los tiradores, los hubiera entregado al ene-
migo en la Virgen, ó en cualquiera otra parte.
CAPITULO XXIX.
DOS MALOS SOLDADOS.
Poco despues de los acontecimientos que aca-
bamos de relatar, introdujéronse muchos cambios
en la disposicion del ejército americano. Worth,
que mandaba la division de vanguardia, habia
llegado hasta Perote y ocupaba la poblacion y la
fortaleza; el refuerzo de algunos nuevos regi-
mientos hizo necesaria la formacion de un cam-
pamento, en vista de que no habia en Jalapa sitio
suficiente para alojar todas las tropas. Escogieron
para ello un lugar llamado Serena, del nombre de
una hacienda situada á legua media de Jalapa, y
mas cerca aun de las montañas. Allí se acantonó
una parte del ejército, para avanzar hácia la ca-
pital la llegada de algunas tropas enviadas por
los Estados Unidos.
Mis tiradores fueron designados para acampar
en Serena. El anuncio de esta disposicion produjo
en mis camaradas muy mal efecto.
Pero fué necesario obedecer; y la órden era tan
terminante que diez horas despues de haberla re-
cibido, saliamos de la ciudad 'saludados por las
encantadoras jalapeñas, que desde sus balcones
se despedian de nosotros.
Serena era una miserable aldea donde no se
encontraba nada de lo que hacia falta en un
campamento militar, excepto agua, de la cual
teniamos mucha mas de la que necesitábamos.
Habíamos entrado en la época de las lluvias; el
país parecia una inmensa charca y llovia seis ó
siete horas cada dia.
El pueblo estaba rodeado de arbolados; pero
no era posible pasearse por ellos porque estaban
tan visitados por el enemigo que se corria el ries-
go de perder la vida.
Para colmo de contrariedades mi amigo el te-
niente Clayley habia tenido que quedarse forzo-
samente en Jalapa, á causa de su herida. Duran-
te su ausencia, habiareemplazado su amistad con
la de un bravo y excelente muchacho, llamado
Taplin, sujeto algo original, que como Clayley
era teniente de voluntarios.
Este jóven, aunque taciturno y de aspecto re-
servado, era un valiente; y esta calidad era preci-
samente lo que me habia hecho simpatizar con él
y mantener excelentes relaciones.
Apesar del peligro, haciamos algunas excursio-
nes á los alrededores; y una vez salimos con el
objeto de llegar de paseo hasta Jalapa.
Al pió de una pequeña colina nos encontramos
con una familia india, un anciano venerable, dos
muchachas y un pequeñuelo de aspecto muy in-
teligente. Dos asnos y un enorme perro de San
Bernardo completaban el grupo que marchaba de-
lante de nosotros. El indio vestia el traje de cuero
del pais y llevaba echado sobre los hombros el
inseparable serape. El muchacho llevaba la mis-
ma vestimenta, y las jóvenes iban ataviadas con
sus vistosas enaguas y sus blancas camisetas.
Esta familia nos era conocida. La habíamos
encontrado en otra excursion á Jalapa, á tiempo
que volvia del mercado de la ciudad. La fran-
queza del venerable viejo y la ingénua jovia-
lidad de sus hijos nos habian seducido á la pri-
mera mirada. Particularmente mi compañero
quedó prendado de una de las jóvenes. Su desti-
no quedó fijado, y su simpatía llegó con el tiempo
á ser una verdadera pasion. A
Habíase fijado mi compañero en la mas jóven
de las dos. Ambas eran notablemente hermosas
y hubieran sido capaces de seducir á hombres
menos románticos que cualquiera de nosotros.
El carácter de su belleza era el de la raza india
de los aztecas á que pertenecian; su fisonomía
aguileña tenia mucha semejanza con el tipo ju-
dio; sus ojos oblicnos, como los de los mogoles,
ofrecian ese corte espiritual tan celebrado por los
poetas que en su irreverente entusiasmo han lle-
gado á compararlos á unaalmendra; por entre los
labios de hermosísimo coral asomaban sus dien-
tes de nacarada blancura, y el puro carmin desus
mejillas resaltaba craciosamente subre el fondo
bronceado de su aterciopelada tez; la larga cabe-
llera negra flotaba en hermosas trenzas hasta la
cintura, y daba por último realce á todas esas
perfecciones el esmero de un pintoresco atavío
tan sencillo como risueño.
A pesar del interés que nos inspiraba esta fa-
milia. no habíamos podido entablar relacion con
ella. Toda nuestra amistad se reducia á un cam-
bio de buenos dias y á un trueque de observacio-
nes sobre el tiempo.
En el momento en que nos aproximábamos al
grupo, el indio hizo una seña á sus hijas. Estos le
-obedecieron echándose el rebozo sobre la cara
y aguijonearon el tardo paso de sus asnos.
—¡ Buenos dias, niñas! dijo mi amigo al pasar
cerca de la familia.
— ¡Buenos dias, caballeros! nos respondieron,
y aquí concluyó todo. Elindio echó mano al som-
brero, y nos saludó con la mayor cortesía, pero
sin interrumpir su marcha como un hombre que
no tiene tiempo de conversar.
Aquella frialdad contrariaba sériamente á Ta-
plin; pero estaba resuelto á perseverar y á obte-
ner á fuerza de paciencia lo que deseaba. La fa-
milia india iba todos los dias al pueblo y volvia á
la misma hora, y Taplin resolvió 'salirles todos
los dias al paso. Efectivamente, al dia siguiente
repetimos nuestro paseo; al aproximarnos al lu-
gar donde generalmente encontrábamos á la fa-
milia india, 0imosun ruido extraordinario mezcla-
do de gritos y gemidos. Apresuramos el paso y
llegamos á un ángulo del camino, y allí nos en-
contramos con el indio y su familia. Dos hombres
desconocidos, dos soldados, habian cogido las
niñas y se esforzaban por arrastrarlas hácia el
bosque. Los acometedores se defendian con la ba-
yoneta contra los ataques del perro de San Ber-
nardo que estaba furioso. El niño trataba, bien
que inútilmente, de defender á sus hermanas,
mientras que el indio corria por el camino con
toda la agilidad de sus piernas dando voces de
« SOCOYTO. »
Mi compañero y yo, sin perder tiempo en con-
templar aquella escena inesperada, nos lanzamoS
á socorrer á las jóvenes. Reconocimos á los hom-
bres al momento: eran dos de los peores soldados
del regimiento.
En un momento tuvimos á aquel par de bribo-
nes á nuestros piés; y el muchacho Pepe nos pro-