Full text: El Valle de la Vírgen

  
  
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— ¡Vamos! le dije, estad tranquilo, amigo mio; 
el jóven no tiene malas intenciones, y se marcha- 
rá pronto.  s 
—No importa; basta con lo que he visto. 
—Pero si es el propietario de la casa y quizá un 
amigo de la familia. 
—;¡ Ah! con que porque sea propietario, ó ami- 
go de la casa como decís, puede permitirse esas 
familiaridades; -¡ ah, no! esto ya pasa de punto. 
¡Qué vergúenza! 
Anita parecia como disgustada de la compañía 
de don Juan, mientras que este prolongaba con 
orgullo su galanteo lanzando de cuando en cuan- 
do hácia nosotros alguna mirada insolente y pro- 
vocadora. 
Al encender por cuarta ó quinta vez su cigar- 
ro, se inclinó por encima del braserillo y rozó con 
sus labios la frente de la muchacha. 
Esta se echó atrás con aire ofendido. Me volvi 
para detener 4 Taplin; pero ya era tarde, el te- 
niente de un salto se plantó en la galería, y sin 
darme tiempo para decirle algo ó contenerle, 
cogió al mejicano por su poncho, y le arrojó 
como si hubiera sido una criatura en medio de la 
espinosa valla de cactus. Las flexibles plantas se 
inclinaron bajo su peso, y el cuerpo del mejicano 
fué á parar al otro lado. 
—;¡ Canalla! ¡ bribon, traidor! exclamó el meji- 
“ano, levantándose del suelo y mirándonos con 
una terrible expresion de ódio y de venganza. 
—Largaos de aquí á buen paso, dijo Taplin 
mostrándole el bosque, si no quereis que os parta 
el cráneo de un tajo. 
Viendo el hacendado el aire amenazador con que 
Taplin le hablaba, cogió las riendas de su caballo 
y saltando sobre 'su silla desapareció sin pronun- 
ciar una palabra mas. 
El indio quedó absorto al ver la manera poco 
comedida con que era tratado su señor. 
Nuestra situacion era delicada. La huida preci- 
tada del mejicano podia traernos malas conse- 
cuencias; el jóven escapando de la afrenta que 
acababa de recibir podía juntar sus peones y es- 
perarnos cuando regresáramos al campamento. 
No teníamos mas armas que nuestros sables ni 
conociamos el camino, por lo que no podiamos 
evitar su persecucion. 
Manifesté estas consideraciones á mi amigo, 
pero no me hizo caso. El aguardiente se le 
habia subido á la cabeza, lo cual junto con el 
amor á Anita, le habia trastornado completamen- 
te. Alegaba que no habia guerrilleros en los alre- 
dedores; que se reia de todos los ejércitos de peo- 
nes, y que se proponia correr todo el país en 
busca del mejicano, á quien cortaria las orejas á 
la menor ofensa que hiciera á la familia del indio. 
En consecuencia se empeñó en permanecer en 
el rancho. 
El lance malhadado que habia ocurrido no in- 
terrumpió la generosa hospitalidad del indio. Co- 
mimos sentados en el suelo, con las piernas cru- 
zadas sobre esteras de palma. Concluida la comi- 
da invité á mi amigo Taplin á partir, pero volvió 
á negarse objetando que estaba empeñado en 
aprender á hacer canastillas. Con este pretexto se 
rolongó nuestra estancia algunas horas, que 
aplin aprovechó para hacer la corte á la bella 
india. Me parece que llegó realmente á interesar- 
la. Mas de una vez reparé furtivas miradas de la 
jóven dirigidas á mi amigo, miradas que eviden- 
ciaban qué no le habia oido con desagrado. ¡Po- 
bre Taplin! estaba destinado á... pero no antici- 
pemos los sucesos. 
Los últimos rayos de sol que pasaban por en- 
tre las hojas de los cactus nos anunciaron la 
proximidad de la noche. Hl momento de partir 
A O A RS 
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BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA. 
habia llegado, y en consecuencia pedimos a Pepe 
nuestros caballos. El jóven se ofreció generosa- 
mente á acompañarnos y servirnos de guia para 
atravesar la barranca, que era un sitio peligroso 
situado en el camino que debíamos seguir. | 
Nos empeñamos en hacer aceptar á la familia 
un poco de dinero, pero lo rehusó con delicadeza. 
Entonces pensamos en dejarles un recuerdo : les 
ofrecimos nuestros dos anillos de oro, que las JO- 
venes aceptaron sin resistencia. ln seguida nos 
despedimos con tiernos adioses y recíprocas pro- 
mesas de volvernos á ver. 
CAPITULO XXXII. 
LA BARRANCA. 
aminábamos hácia el fondo del valle por un 
sendero rodeado de árboles detrás de Pepe y su 
perro, que nos servian de guia. 
La noche principiaba á envolvernos con sus 
sombras, y la solemnidad del momento y el as- 
pecto de la naturaleza nos provocaba á la medi- 
tacion y el silencio. Taplin, que marchaba el últi- 
mo, estaba completamente embebido en sus 
pensamientos; durante una milla de camino no 
pronunció una palabra. De repente oí que me 
llamaba. 
— ¿Haller? 
—¿Qué hay? le conteste. 
—Me parece que he hecho una locura en ofender 
á ese hombre. Puede vengarse con esa pobre 
gente. 
—¿Ahora caeis en ello? 
— ¡Cielos! exclamó rechinando los dientes, ya 
lo sabré, porque el muchacho me ha prometido 
venir al campamento á visitarme, y si... ¡ah!... 
En aquel momento ví que Taplin levantaba la 
tapa de su pistolera que se encontró vacía. En 
seguida miré la mia y lo estaba tambien. Decidi- 
damente nuestras pistolas nos habian sido roba- 
das. Llamamos 4 Pepe y nos dijo que no sabia 
nada. 
—¿Cuándo habeis visto las pistolas por última 
vez, Haller? me preguntó mi compañero. 
—Las ví... ¡ah! ahora caigo, las pistolas nOS 
han sido robadas por aquellos arrieros de mala 
catadura que encontramos en San Miguel; por lo 
visto no las quitaron mientras comiamos chichar- 
rones en la posada. 
— Teneis razon. Precisamente allí es donde las 
hemos perdido. ¡Vaya un descuido el nuestro! 
Pero vale mas que las hayamos perdido allí que 
en el rancho. Eso aminora el peligro presente. 
—Es verdad; pero no obstante estemos sielm- 
pre en guardia, 
—¿Enu guardia? ¿y cómo? No tenemos otra 
cosa que estas agujas de hacer calceta pendientes 
al costado. Maldito aguardiente, ¡cuántas locuras 
nos ha hecho cometer! 
En aquel momento 
garganta que formaba el camino, en el fondo del 
cual corria un torrente que el aguacero del dia 
habia hecho caudaloso. El sendero que seguíamos 
corria paralelo al lecho del torrente; pero eleván- 
dose gradualmente sobre el nivel del mismo, 
modo que ya oíamos el ruido del agua á la 
. 
distancia de cuatrocientos ó quinientos piés de- 
bajo de nosotros. Esta hondonada estaba cortada 
perpendicularmente y desprovista de vegetacion 
si se exceptúan algunos espinosos cactus... 
Era uno de esos caminos muy conocidos e” 
Méjico, buenos para ser transitados por los gato$ 
salvajes. En el lenguaje del país se le conocia cob 
el nombre de Puerta del Infierno, y bien mereci2 
este nombre. 
Para completar la desolacion de aquel sitio sal- 
entramos en una profunda. 
  
  
  
  
  
  
  
  
  
 
	        
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