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rible era ridícula; hasta nos habian quitado los
zapatos y las gorras y nos quedamos con la cabe-
za descubierta y descalzos.
Pocos instantes despues Lanty y Vogel apare-
cieron vestidos con nuestros trajes, caminando
con aire cómico y llamándose el uno al otro capi-
tan Vogel y teniente Lanty en medio de las car-
cajadas y bromas de los guerrilleros.
Durante esta escena el jefe de la partida y el
hacendado se habian acercado á nosotros, y por
su conversacion comprendí que la guerrilla era
una partida exploradora, enviada por Santa Ana
desde Orizaba.
La partida habia llegado aquella mañana, y los
individuos sospechosos que nos habian llamado
la atencion en San Miguel formaban la avanzada.
Despues de la querella que habia tenido lugar
en el rancho, don Juan se habia encontrado con
ellos; y para vengarse de la afrenta recibida apos-
tó en nuestro camino la partida.
Segun lo que vi de Ja conversacion debíamos
ser conducidos á San Andrés Chalcomulco, lugar
situado en el camino que Santa Ana iba á se-
guir desde Orizaba á Puebla, donde el jefe de la
partida se juntaria con su general.
Sin interrumpir su conversacion, el jefe se fijó
en los desertores que pasaron cerca de él, pavo-
neándose con sus nuevos trajes. Llamó á los dos
soldados y los llevó á un sitio despejado donde
tuvo Jugar entre los tres una animada Conversa-
cion. El irlandés hablaba el español: era un de-
sertor del ejército anglo-canadiense y habia ser-
vido anteriormente en España en la legion de
Evans.
Despues de una larga conversacion pareció evi-
dente que se acababa de acordar algun plan. Lanty
y Vogel se acercaron al fuego, y allí les examina-
ron cuidadosamente los trajes y les entregaron
nuestras espadas de que se habian apoderado dos
mejicanos. Se trajeron nuestros caballos que mon-
taron los dos desertores, é inmediatamente se
alejaron en direccion al campamento americano.
En seguida mi compañero y yo fuimos coloca-
dos sobre dos mulas á las que nos ataron fuer-"
temente. Sonó la señal de la partida y emprendi-
mos la marcha por la barranca.
CAPITULO XXXIIL
EL SAN BERNARDO.
Sin las terribles consecuencias que podria tener
aquel viaje me habria parecido menos difícil y
peligroso que el anterior. La tempestad se habia
calmado, el cielo habia recobrado su serenidad y
nuestras mulas marchaban con pié seguro detrás
del guia, que parecia conocer perfectamente el
terreno.
Como á una milla de distancia del rancho del
indio, encontremos un camino que cortaba el que
nosotros seguiamos. Este se dividia en dos brazos;
uno conducia á la hacienda de don Juan situada
á tres millas de allí, y el otro á San Miguel Sol-
dado. Los dos caminos no eran mas que unos es-
trechos senderos con bosques y chaparral por
ambos lados.
La comitiva se detuvo en el punto de intersec-
cion de estos caminos.
En seguida oimos el siguiente diálogo:
—¿No quereis llegaros hasta mi casa, capitan?
Esta pregunta fué hecha por el jóven hacenda-
do, dirigiéndose al jefe de los guerrilleros.
—Oslo agradezco, don Juan, pero me alejaria mu-
cho de mi camino. En este rancho encontraremos
abrigo para la mayor parte; y los que no puedan
caber dentro dormirán bajo los árboles. El gene-
ral saldrá mañana de Orizaba y debo juntarme
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BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA.
con él en San Andrés. Los movimientos pueden
depender quizás de lo que esos sujetos.....
Aqui el jefe habló en voz tan baja que no pu-
dimos oir el resto de la frase.
— ¡Muy bien! contestó el jóven espoleándo su
caballo y saludando al jefe con estas palabras:
¡Guárdeos Dios y mueran los yankees!
A algunos pasos del sitio en que hicimos alto
habia un rancho solitario, medio destruido y
oculto entre la espesa arboleda. Allí nos dirigimos
despues de la partida de don Juan. El jefe y al-
gunos de los suyos penetraron en él. Mi compa-
ñero y yo esperábamos ser tambien alojados en
el interior del rancho, no por miramiento sino
por cuestion de seguridad; pero con gran satisfac-
cion nuestra los guerrilleros no pensaron en ello.
Se nos echó en el suelo y allí quedamos á la
intemperie vigilados por dos bribones que se pa-
seaban á nuestro alrededor describien do circulos,
y con las carabinas al hombro.
Los caballos de la guerrilla fueron atados cerca
de nosotros con grandes lazos, para que pudiesen
pastar cómodamente.
Estábamos tendidos de espaldas, sin hablar par
labra. Para matar las horas de nuestra triste si-
tuacion contemplábamos el firmamento surcado
á la sazon por espesas nubes iluminadas de cuan-
do en cuando por los relámpagos. Despues de al-
gun tiempo llegaron varios hombres conduciendo
unas mulas cargadas de provisiones que fueron
depositadas en el rancho; y pronto reinó entre
los guerrilleros una grande algazara y contento
como si estuvieran en un festin. Nuestros dos
guardianes consiguieron apoderarse de una bote-
lia de aguardiente que se pasaban tan á menu-
do de uno á otro, que no tardamos en compreb-
der que su vigilancia no tardaria en ser menoS
activa. Pero esto significaba bien poco, pues es”
tábamos tan fuertemente ligados de piés y manos
que no podiamos hacer el menor movimiento
sin destrozarnos las Carnes. Esta circunstancia
nos quitó la esperanza de evadirnos.
- —¡Cuán fácil nos seria fugarnos si no fuera po!
estas malditas cuerdas! murmuró Taplin despues
de algunos esfuerzos infructuosos.
Desde el momento de nuestra captura habiamos
perdido de vista al jóven indio, que habia des-
aparecido por encanto. ¿Qué habia sido de él? En
aquel instante se me ocurrió que quizá hubiése-
mos sido vendidos por el muchacho. Comuniqué
mi reflexion á Taplin, que la combatió, alegando
los testimonios de amistad que habíamos recibido
del jóven.
—No puedo creer en tal infamia, prosiguió des"
pues de un largo rato de silencio que habia emn-
pleado estudiando todos las fases de la cuestiod-
Si el muchacho hubiese tenido ese pensamiento,
no se hubiera traido el perro consigo. ¡Pobre ani
mal! bien nos advirtió el peligro; pero era dema"
siado tarde. No, os lo repito; el muchacho no há
sido infiel; y si ha huido ha sido por miedo.
En cuanto á mí, no podia convencerme de la
fuerza de los argumentos de Taplin en favor del
guia. Pareciame extraña su desaparicion en el
momento del peligro y no menos la de las pisto”
las, circunstancias querob ustecian mis sospechas:
Ya iba á rebatir de nuevo las afirmaciones
mi amigo cuando me detuvo cierta cosa fria
húmeda que tocó mi cara. Involuntariamente M9
estremecí. Levanté la cabeza y miré por todo$
lados buscando la causa de tan extraña gensa”
cion. ;
Aunque la noche estaba muy oscura pude VA!
una sombra que se movia cerca de mi amigo qu”
estaba echado á alguna distancia de mí: Tam"
bien mi compañero pareció sobresaltarse ; € E
corporándose como yo, lanzó esta involuntall |
exclamacion: