54 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA: Y SERRA.
para hacerlo á que los guardias estuviesen entre-
tenidos con una segunda botella, que vimos les
traia un compañero. Efectivamente, no tardamos
en verlos sentados bebiendo y hablando los tres
con el mayor entusiasmo.
Aprovechamos el momento, y nos deslizamos
por el suelo como lagartos, guareciéndonos detrás
de los caballos.
Allí nos detuvimos, con el corazon fuertemente
agitado por la emocion, esperando que nos ilu-
minase un relámpago para saber el camino que
debíamos tomar.
Este brilló por fin, y poniéndonos de pié,
echamos á correr hácia el chaparral. El perro nos
salió al encuentro y tambien nuestro libertador
Pepe, á quien mi compañero Taplin abrazó con
toda la efusion de su alma.
No habia tiempo que perder, pues era nece-
sario pasar el desfiladero antes que notaran nues-
tra desaparicion. Felizmente facilitaba la escapa-
toria la circunstancia de que no necesitábamos
guia, porque conocíamos bien el paso de la bar-
ranca, detrás de la cual encontraríamos la aldea
de Banderilla. Además, en caso de ser persegui-
dos, podríamos ocultarnos entre las malezas del
camino. Por consiguiente, ordenamos á Pepe que
se marchara al rancho, en compañía del San
Bernardo.
En seguida penetramos en la garganta de la
barranca que estaba mas sombría que nunca. La
oscuridad era profunda y el camino tan difícil,
que algunas veces esperábamos que un relámpa-
go nos alumbrase el sendero. Interrumpiendo la
marcha á cada momento y luchando con las mas
grandes dificultades, llegamos al punto culmi-
nante de la senda, en cuyo sitio, como ya lo he-
mos dicho, el camino estaba suspendido casi per-
pendicularmente sobre el torrente que serpentea-
ba debajo, á mas de mil piés de profundidad.
Cuando la luz de los relámpagos nos permitian
ver la altura en que nos encontrábamos , el vér-
tigo se apoderaba de nosotros al considerar que
estábamos separados del abismo solo por algu-
nas pulgadas, y que un paso dado en falso podia
precipitarnos á él, y
Ibamos descalzos; y esta circunstancia facili-
taba nuestra marcha, pues nos permitia asegu-
rarnos con mayor firmeza, si bien se nos desolla-
ban los piés en las puntiagudas y afiladas rocas.
De repente me pareció oir una v0z; pero no vi
nada, lo que me convenció que habia tomado el
murmullo del torrente por el eco de una voz
humana. Taplin, que marchaba delante, herido
por el mismo eco, se detuvo en una pequeña
plataforma y se puso en la actitud de un hombre
que escucha. :
Con el temor de que nos seguian la pista, le
pregunté en voz baja:.
— ¿Oís algo ? $
— ¡Silencio ! ¡ por Dios, silencio! me dijo, y me
cogió del brazo y nos inclinamos sobre el abismo
para sorprender cualquier ruido.
Efectivamente, se oian pisadas de caballos y
algunas voces; y vimos dos jinetes que se detu-
vieron en el sendero. La oscuridad de la noche
nos permitia verles como dos estátuas ecuestres
de gigantescas proporciones.
Venian en opuesto sentido por el lado mismo
que nosotros estábamos, y no podíamos suponer
por tanto que viniesen en seguimiento nuestro.
El resplandor de un relámpago que iluminó el
espacio, nos sacó de dudas.
— ¡Malvados! exclamó Taplin
Ahora veremos...
Tras del relámpago se oyó la detonacion de dos
pistoletazos y los dos jinetes se apearon á un
mismo tiempo. Los caballos huyeron y el campo
quedó completamente libre para los combatien-
avanzando.
tes. Taplin se precipitó sobre uno de los adver-
sarios y yo me lancé sobre el otro. El brillo de
una espada pasó delante de mis ojos; conseguí
apoderarme de ella y la hice pedazos entre mis
manos. Una imprecacion en aleman que siguió á
este acto, me explicó quién era mi antagonista.
Como estábamos sin armas la lucha eraá brazo
partido; y la fuerza debia resolver quién arroja-
ria á quién al precipicio. El convencimiento del
horrible destino que nos esperaba duplicaba
nuestras fuerzas. En los vaivenes de la lucha cai-
mos mi adversario y yo sobre una roca, pero
pronto estuvimos de pié nuevamente y el pugi-
lato siguió hasta que mi adversario, sobrecogido
repentinamente de un terror pánico, se despren-
dió de mi y huyó.
No lo seguí, antes bien me volví para ir á auxi-
liar á mi compañero que durante aquel tiempo
habia estado empeñado en una batalla semejante
con el irlandés.
Un nuevo relámpago ilaminó la escena, y un
horrible espectáculo se presentó á mis ojos. La
lucha entre Taplin y su adversario tenia lugar
precisamente en el mismo borde del precipicio.
El oficial estaba suspendido sobre el abismo,
mientras que el soldado, sólidamente apoyado
con los piés, hacia el último esfuerzo para lan-
zarlo al fondo del torrente. Antes que el cielo
volviera á oscurecerse, ví al soldado solo y parado
sobre la roca: el oficial habia desaparecido.
—¡Miserable! exclamé, vas á hacerle compa-
ñia inmediatamente; y cogiéndole por el cuello lo
arrastré con toda mi fuerza hácia el borde del
precipicio.
—¿Qué haceis, mi querido Haller? soy yo.
—¡Dios mio! ¡Taplin! exclamé soltándolo, y
cayendo de rodillas bajo el peso de una sensacion
de angustia terrible.
El que tenia delante era en efecto mi amigo. En
el fragor de la lucha habia olvidado el cambio de
uniforme.
Encontramos nuestros caballos en el bosque, y
sin perder tiempo marchamos hácia el campa-
mento. A la mañana siguiente supimos al desper-
tar que el regimiento habia recibido órden de
marcha, y á eso del medio dia estuvimos en ca-
mino en direccion de las llanuras de Perote.
¡Pobre Taplin! todavía brilló su espada en
muchos combates; pero un dia el plomo enemigo
abatió el pujante brazo que la manejaba, y el
guerrero y la espada reposaron en una fosa
comun.
CAPITULO XXXIV.
LA BODA.
Poco despues del suceso que acabo de contar
los tiradores volvieron á Jalapa, donde tuve el
gusto de ver á Clayley, cuya amistad me era tan
querida. Pero ni la compañía de mi amigo, ni las
sonrisas de las jalapeñas podian quitarme la me-
lancolía que se habia apoderado de mi alma. Te-
nia el recuerdo de Guadalupe constantemente en
mi imaginacion, y temblaba á la idea de no vol-
verla á ver. Sin embargo, esta dicha me estaba
reservada.
Un dia que me encontraba sentado á la mesa
con Clayley y algunos alegres camaradas en la
Fonda de las Diligencias, que es la mejor de Jala-
pa, Jack se me acercó con reserva, y me dijo:
—Capitan, hay un mejicano que pregunta por
vOS.
—¿Quién es? respondí un poco contrariado
por aquella visita. 4
— Es el hermano, respondió Jack en voz baja.
—¡ El hermano ! ¿qué hermano ? y
—El hermano de las señoritas, capitan.