Full text: El Valle de la Vírgen

  
  
  
  
  
8 BIBLIOTECA ILUSTRADA DE TRILLA Y SERRA. 
Aun no despuntaba el dia; pero la poblacion 
bajo la impresion de espanto que la causaba 
el bombardeo, vagaba inquieta y ansiosa por 
las calles de la ciudad. Oiamos los lamentos de 
las mujeres, los llantos de los niños, las impre- 
caciones de los soldados, el ¡ay! de los heridos y 
los gritos furiosos del irritado populacho. Las 
bombas estremecian el espacio con su zumbido 
peculiar. A cada momento oíamos el crujido y 
desmoronamiento de las paredes y techumbres al 
rodar hasta el suelo bajo el peso terrible de tan 
destructores proyectiles. 
Uno de estos dió en la cúpula de la catedral, á 
tiempo que nosotros pasábamos cerca de ella, y 
los fragmentos del edificio que habia sido respeta- 
do por los siglos, vinieron 4 caer con estrépito á 
mis piés. Estaescena se repetiaá menudo, demodo 
que caminábamos por entre ruinas. Ya no nece- 
sitábamos buscar los sitios sombrios, porque na- 
die fijaba su atencion en nosotros. 
—¿ Estamos cerca de la casa? ¿Quereis que lla- 
memos ? preguntó Raoul refiriéndose al jóven 
Narciso. 
—Sin duda, ¿cuál es la casa? pregunté un tan- 
to avergonzado de haber casi olvidado por nues- 
tros propios peligros la salvacion del jóven. 
Raoul me señaló una gran casa que tenia un 
ancho portal. 
—Es esta, capitan. 
—Pues esperadme debajo de ese pórtico. Pre- 
fiero ir solo, dije á Raoul. 
Mi compañero me obedeció. 
Me acerqué á la puerta principal y llamé con 
fuerza. 
—¿ Quién? preguntó una voz desde el zZaguan. 
—Yo, respondi. 
La puerta se abrió con precaucion. 
—¿Está el señorito Narciso ? pregunté. 
—Si, señor, contestó el portero. 
—Decidle que hay un amigo que desea ha- 
blarle. 
Despues de un momento de vacilacion el por- 
tero me franqueó la entrada; y momentos despues 
ví venir á un gallardo adolescente á, quien yo ha- 
bia visto en la Audiencia. Al verme se sobre- 
cogió. 
—¡ Silencio ! le dije haciéndole señas de que no 
hablase. Despedios de vuestros amigos y venid 
á reuniros conmigo dentro de dos minutos. Os es- 
pero detrás de la iglesia de la Magdalena. 
—¡Oh ! caballero, me dijo, sin atender mis pa- 
labras. ¿Cómo habeis podido escaparde la prision? 
Yo vengo ahora mismo de casa del gobernador, 
donde habia ido inútilmente á solicitar vuestra 
libertad. 
—Ya no se trata de eso, le contesté interrum- 
piéndole; seguid mis instrucciones y no olvideis 
que vuestra ausencia hace derramar lágrimas á 
vuestra familia. 
—Esperadme y al momento SOy CON VOS, CON- 
testó el jóven con acento de completa resolucion. 
—Hasta luego y no perdais tiempo. 
—Vuelvo. 
Sin mas palabra nos separamos, y fuien se- 
guida á encontrar á Raoul con quien me situé 
detrás de la Magdalena. Para llegar allí atravesa- 
mos la calle donde habíamos sido presos la noche 
anterior, pero estaba tan cambiada que apenas 
la reconocimos. Enormes trozos desprendidos de 
las paredes vecinas la obstruian por todas partes: 
era un monton de escombros. 
No encontramos ni patrullas, ni centinelas, y 
nadie se fijaba en nuestra extraña vestidura. 
Tan pronto como llegamos á la iglesia, Raoul 
penetró en el subterráneo y yo me quedé espe- 
rando al jóven. Este cumplió su palabra, y su 
alroso perfil se dibujó pocos momentos despues 
en el ángulo de la calle. 
  
Como no habia tiempo que perder me intro- 
duje seguido del jóven en la alcantarilla, pero la 
marea estaba demasiado alta y tuvimos que es- 
perar á que bajase. Por fin llegó la hora propicia 
y trepando sobre las rocas repetimos una opera- 
cion análoga á la que habíamos ejecutado al 
venir. 
Despues de una fatigosa marcha de una hora 
llegamos á Punta Hornos y un poco mas abajo 
encontramos una avanzada de los nuestros; 
dime á conocer y por consiguiente nos hallába- 
mos ya bajo la proteccion del ejército ameri- 
cano. 
A las diez penetraba en mi tienda precisamente 
á las veinte y cuatro horas de haberla abando- 
nado para tan temeraria expedicion, y todo el 
mundo á excepcion de Clayley ignoraba nuestra 
ausencia. 
Convinimos con el teniente que á la siguiente 
noche iríamos á hacer entrega del jóven Narciso 
á su familia. 
Efectivamente, á la noche siguiente despues de 
la retreta nos pusimos en camino, en direccion 
á la casa de don Cosme. Seria imposible describir 
la alegría de nuestros nuevos amigos, la esplén- 
dida recepcion que nos hicieron, la gratitud y los 
testimonios de amistad que nos prodigaron al 
vernos penetrar en su casa acompañados del sér 
por cuya seguridad temian. Por mi parte dime 
por muy satisfecho con una sonrisa amorosa de 
la beldad á quien mi corazon idolatraba. 
De buena gana hubiéramos repetido todas las 
noches nuestra visita; pero desgraciadamente, 
grupos de guerrilleros recorrian los alrededores be 
muchos de nuestros soldados habian caido pri- 
sioneros en pleno dia. Esta circunstancia nos 
obligó á ser prudentes y á permanecer en las 
tiendas, esperando impacientes la rendicion de 
Vera-Cruz. 
CAPÍTULO IV. 
UN TIRO EN LA OSCURIDAD. 
La ciudad de Vera-Cruz se rindió el 29 de marzo 
de 1847 y aquel mismo dia flotó el pabellon ame- 
ricano en los muros de San Juan de Ulúa. Las 
tropas mejicanas salieron bajo palabra y se reti- 
raron al interior del país. 
Una guarnicion americana entró en la ciudad, 
pero la mayor parte del ejército acampó en sus 
alrededores. 
En ellos permanecimos muchos dias esperando 
la órden de marchar al interior. 
El enemigo se habia reconcentrado en Fuerte 
Nacional, á las órdenes del famoso Santa Ana; 
pero posteriores informes nos hicieron saber que 
venia á situarse en Cerro Gordo, punto interme- 
dio entre Vera-Cruz y las montañas. 
Como la toma de la ciudad habia disminuido 
el peligro, Clayley y yo aprovechamos la ocasion 
para ir á visitar á nuestros amigos. 
Salimos un dia á la caida de la tarde en compa- 
Nía de tres hombres de los mas resueltos, que 
eran Lincoln, Chane y Raoul. El muchacho Jack 
era tambien de la partida, Cada uno montó el 
caballo que le vino á mano. En cuanto á mí, 
como el mayor me habia cumplido su palabra, 
montaba el negro, que era un soberbio caballo 
árabe de pura raza. 
No tardó en cerrar la noche por completo, y la 
luz de la luna me permitia reconocer los caro- 
bios que la guerra habia producido en el paisa- 
je que ya conocíamos. Los ranchos estaban 
solitarios; algunos destruidos y ennegrecidos por 
el incendio; otros completamente en ruinas de- 
  
 
	        
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