raid
DY :: pre
¿nus
A A
EE mos
nea
CAPITULO X
E a ES
UN RECUERDO
cocida de Sin PAyE treció el brazo.
a Rafael, y viendo a la señora Trinidad,
le dijo:
—Tenga usted la tenis de anunciar a
la señora de la sala de la Magdalena
nuestra llegada, y decirle que dentro de
breves instantes subiremos a verla.
Y luego, dirigiendo la palabra al ciego,
continuó:
—Mientras esa señora se dispone a re-
cibirnus, daremos una vuelta por el jar-
dín.
Como usted guste—repuso el ciego—.
Debe hacer un día hermoso, ¡Ah! ¡Qué
bien se respira aquíl
Rafael exhaló un suspiro.
—¿Le gustaría a usted vivir en una Ca- :
sa de campo?
—Mucho; aunque tengo la desgracia
de ser ciego y no poder admirar la trans-
pparencia del cielo ni los hermosos colo-
res de la Naturaleza. i
deseo.
—¡Cómo! ¿Vivir Ya
-—¿Y por qué no?
—¿Y el café en donde toco? ¿Y las lec=
ciones que doy? Esto debe estar lejos de
Madrid, sobre todo: para un pobre ciego.
—¿Quién sabe si aquí encontrará usted
e algunos discípulos? : :
—¡Ah! Entonces aceptaría con. | Inucho
gusto.
—Pues haremos lo posible para que así:
suceda.
—Pero usted, caballero, es un ángel
que me envía Dios. :
—Mi buen Rafael, q sólo soy: un hom» .
bre.
—(Que me dedica siempre palabras de
consuelo, que me hace sentir los' dulcísi-
mos goces de la esperanza.
Así hablando, llegaron a un banco si
he hermano le agan con el violín uns
tuado al pie de una ventana,
—Pues tal vez! pun NS ese
DE FAMILIA*
—Sentémonos aquí hasta :, 1e vengan a
avisarnos que podemos subir,
Rafael obedeció, preguntando con €ts6a
curiosidad peculiar de los ciegos:
—Pero, ¿en dónde nos hallamos?
—En una casa de campo situada en el
camino de Vallecas.
—¿Y es de usted esta cas 0?
—SÍ, o por mejor decir, de mi madre.
—Dichoso usted, caballero, que tiene
madre, ¡Cuán triste es la soledad que me
rodea desde que la perdí! da
Carlos iba indudablemente a dirigirle
la palabra, cuando los primeros pre:u-
dios de un piano, arrancados al instru-
mento por manos hábiles, llegaron has-
ta ellos.
Rafael levantó rápidamente la cabeza
en dirección a la ventana,
—¿Quién toca el piano?—preguntó.
—La misma señora que veremos antes
de mucho, y que quiere devolver a usted
el violín de su padre,
—Oigamos, pues: la música es la folk
cidad de los ciegos. Para admirarla, pa-
ra ver-su belleza, sobran los ojos: -b basta
el oído y el alma. :
Ana, tan pronto como supo que Rafael
su hermano había llegado al asilo de la
Magdalena, que iba'a verle, y tal vez 2:
estrecliarle entre sus brazos, se sintió e
conmovida. Eb A
Deseando - respirar el puro ambiente.
Pe jardín, se asomó a la ventanas y des-
e allí vió al conde, que conducía al po-
y 600 ciego del brazo.
Se ocultó rápidamente para no ser . vis» :
ta; pero pudo observar, colocada detrás
de los visillos, cómo se sentaron al pie
de la ventana en el banco de piedra.
Entonces le asaltó un pensamiento, Y
“dominando la emoción que experimenta-
ba, se sentó al piano.
En otro tiempo más feliz para ella, su