EL PAN DE LOS POBRES
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—¡Ah! ¿Eres tú,
O viniste ayer?
_—No siempre puede un hombre dispo-
Der del tiempo — dijo Bernardo condu-
qeendola cogida de la cintura hacia el in-
trior de la habitación,
—Pero yo quiero verte todos los días,
"Y yo no deseo otra cosa.
Además, nuestra hija Clotilde nece-
a tus besos, tus caricias, Bernardo
Bernardo y la joven llegaron hasta
- Mia pequeña sala, dulcemente cogidos de
a cintura.
Sobre un velador de pino cón almoha-
e de bayeta verde se hallaba un quin-
.
Bernardo? ¿Por qué
Junto al velador úna silla baja de Vi-
toria y una banasta llena de ropa blanca,
Los demás muebles se reducían a media
docena de sillas de paja, una cómoda de
Pino imitando a caoba, un pequeño es-
Pejo y una cuna de mimbre. :
En la cuna dormía una niña de pocos
Meses de edad.
: ra hermosa como uno de esos queru-
bines que nos ha dejado Murillo en sus
“Uadros,
—¿Tú ves esa sonrisa que juguetea en
los labios de nuestra Clotilde aun en sue-
os? Pues es tuya, porque en su sueño
“e angel cree que le acaricia su padre.
bernardo se quedó inmóvil, con los
brazos caídos y la mirada fija en la niña.
4 Madre de aquel ángel dormido, a
Quien conoceremos con el nombre de
"tancisca, apoyó cariñosamente una Má.
RO subre el hombro de su amante, y re-
USO:
—¿Tendrás. corazón para abandonar-
109?
Esta pregunta causó viva impresión a
Bernardo, y sentándose en una silla,
: 230 fuera rico, no me separaría de
Vosotros; pero soy pobre.. A
Y exhalando un suspiro, continuó;
Es preciso que parta.
Prancisca sentóse a su vez en la silla
aja.
—Ya sabes que no tengo más voluntad
le la tuya—dijo Francisca dirigiendo
a mirada de amor a Bernardo—. Si
Tles, te esperaremos La a Dios. E,
ti
A AE sí, oelioacblaib Ber. -
- gas.
rdo—, Necesito tener oro, mucho oro,
América es la tierra de las grandes for=
unas, Tú me conoces, Francisca, y Sa-
que por Asegurar la suerte de esa
pobre niña sería capaz de cualquier co-
sa. Así, pues, no me rompas más la ca»
beza,
—Está bien; no te hablaré más del
viaje.
—Eso desto,
Bernardo apoyó los codos en las val |
llas y la frente en la palma de las mas
108.
Entonces aquel hombre emision ya
no era el joven escéptico que burlándo-
se de los santos lazos de la familia prego=
naba en el café la independencia del cé»
libe. :
La idea de separarse de aquella niña
_le tenía preocupado.
Francisca, pobre huérfana, había teni.
do la debilidad de enamorarse de Ber-
nardo; y de estos amores, que no había,
sancionado la Iglesia, era Clotilde el
fruto. :
Sin embargo, Francisca Jamás echaba
en cara a su amante su insegura posi-
ción, su difícil estado.
Era madre, y amaba a Bernardo, pa-
dre de su hija.
La separación le afligía,
—Tal vez no vuelva—se había dicho
muchas veces durante las largas horas
de insomnio en que, pensando en el por-
venir de su hija, lloraba er silencio en
el modesto albergue que le había depa-
rado la suerte—. Y si esto sucede, ¿qué
será de Clotilde?... Le aguarda el mismo
porvenir que a su madre.
Bernardo permaneció más de treinta
-minutos en la misma actitud.
Francisca cosía a la luz del velón, mi-
rando de vez en cuando con compasivos
ojos a su amante, al primer hombre que
se había apoderado de su alma, al que
amaba con todo su corazón, con toda la :
vehemencia del primer amor,
—Te va a doler la cateza—dijo por
fin—. ¿Qué tienes? ¿Por qué me. ocultas
tus pensamientos?
—Nada; pensaba en mi próximo viajes
Tal vez no saldré solo de Cádiz; es pro=
bable que me acompañe un amigo de la
infancia a quien he encontrado My por
una casualidad. :
—Eso al menos te servirá de distrac.
ción durante una travesía tan larga,
—Sí, me distraerá, dices bien,
Y volvió a guardar silencio, La
Un reloj de torre dió once campana»
Berna do se levantó, :
E marchas? E
86 e sabes pes a : las once Y. media