Full text: Tomo 2 (002)

SAUS ED ADS 
  
CAPITULO XII 
UN TRABAJO QUE DA BUENOS RESULTADOS 
Serena y apacible estaba la mañana; 
el cielo azul y el sol resplandeciente, co- 
mo acontece en algunos de esos días de 
marzo 'en que comienza a preludiar la 
primavera su templada temperatura, 
Rafael y el doctor Carranza se pasea- 
ban cogidos del brazo por el jardín del 
asilo de la Magdalena. 
Nada más poéticamente triste, más me- 
lancólicamente patético que el pálido 
semblante del pobre ciego, : 
La naturaleza de Rafael se agostaba 
de día en día como esas delicadas plan- 
tas que la tenacidad del jardinero se em- 
peña en fomentar a la intemperie, cuan- 
do han nacido para verse siempre entre 
los abrigados cristales de una estufa. 
Rafael era querido por todos los que 
vivían en el asilo de la Magdalena. Pe- 
ro, ¿Cómo no amar a un joven de carác- 
ter angelical, cuy naturaleza iba poco a 
poco extinguiéndose, cuya vida, por de- 
cirlo así, se escapaba del vaso que la 
contenía? EOS Ea 
¿Qué enfermedad era la del pobre 
ciego? El médico no encontraba medica- 
mentos para combatirla, porque era el 
alma y no el cuerpo la que carecía de 
salud. e 
—Sí, querido doctor—decía. Rafacl= 
- mi hermana, aunque pretende disimu- 
Jarlo, sufre mucho. Su sonrisa no es hija 
del bienestar, de la tranquilidad, de la - 
alegría; es fingida porque desea ocultar- 
- tar siempre al lado de ' i 
Ya que no puedo verla, deje usted que 
me sus penas. Durante las noches la olgo 
suspirar, gemir, llorar. Esto me quita el 
sueño, me aflige sobremanera, 
—Y lo que es peor, amigo mío, le qui-. 
ta a usted la salud—contestó el médico—, 
y será preciso «cambiar a usted de habi- 
Aci SA 
doctor, no, por Dios! Quiero es- 
mi querida Ana... 
la oiga al menos. - 
z «¡Pero si eso le hace a usted dañol 907 
dijo el médico. 
—¡Bah! Ustedes me quieren demasia- 
do... yo estoy bueno. No hay, pues, mo- 
tivo para que nadie se ocupe de mí. 
—Rafael, a los médicos no se les eM- 
gaña tan fácilmente, porque toda su Vi 
da la emplean en estudiar en el rostr0 
de los hombres como en un libro, 
—A mí no me duele nada—repuso el 
ciego sonriendo. 
—Rafael, ¿me cree 
preguntó el médico. 
El ciego buscó la mano de Carranza, 
se la estrechó con cariño, y dijo: ¿ 
—¿A qué viene esa pregunta, que (8 
una duda, cuando yo no tengo ¡palabras 
con que demostrar mi agradecimiento? 
-—Pues bien: si me cree usted su ami- 
go, si mo duda de la sinceridad de mis 
usted su amigo?—18 
palabras, del interés que me inspira, yO 
“le ruego que tome otra habitación, 
-—Pero, ¿no conoce usted señor de Ca- 
rranza que me pondría peor? pe 
Había tal expresión de ternura en las 
últimas palabras del ciego, que el doctor, 
“pensando que tal vez tenía razón, no qui- 
so insistir más. a 
—No hablemos de este asunto, pues 
veo que nunca le convenceré; pero cuand” 
do doña Ana comience a dar lecciones 
de piano, tendrá precisión de traslada!" 
se a Madrid, y usted... 
- —Entonces, pues que así lo ha, dispues- 
to el señor conde, aunque con mucho sen- 
timiento, abandonaré yo también esta. 
- Casa. 
Aquí llegaba la conversación cuand0 
oyeron la campana, que llamaba al Co” 
med. E oda >. 1 0 
—Nos avisan que el desayuno espera” 
-—Vamos allá—contestó el ciego. 
Cuando llegaron al comedor, se encon 
- traron en él a Ana y sus hijos. .* 
Los dos hermanos y el doctor cambiar. 
ron algunas palabras y se sentaron a ! 
o A 
 
	        
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