LA TRAGEDIA
casi moribundo, conservaba, no obstante su
caballerosidad, su aire protector hacia las
señoras, aconsejándolas y animándolas, es-
perando aquella ayuda que nunca llegaba.
Una hora después de la salida del sol los
bandidos hicieron alto y se sirvió á todos
<omida y agua. Después, con paso ya más
moderado, continuaron su camino hacia el
Sur. El descuido con que marchaban era
señal evidente de que se creían libres de
sus perseguidores. La dirección que ahora
llevaban era tan pronto Este como Sur, y
bien claro se veía la intención de llegar al
Nilo. La escena empezaba á cambiar; se
iban perdiendo de vista.los montones de
guijarros y volvían aquellas fantásticas y
negras peñas y la arena amarilla sobre la
Cual habían ya pasado. Á cada lado se le-
vantaba el terreno en cónicas colinas, por
las cuales descendía arena suelta á modo de
- la escoria en los hornos, formando corrien-
tes como el agua en los arroyos. Los came-
Mos seguían unos tras los otros metiéndose
por sitios pedregosos, colocando sobre los
guijos sus esponjosos pies.
Había algo de pesadilla en este lento des-
file de camellos uno en pos de otro.
La señorita Adams, que se mantuvo
llada durante toda aquélla larga noche, fué
- quien primero rompió el silencio, animada
ya con la salida del sol. Miró. 4 su alrededor,
y cruzando las manos, dijo á Sadie:
- —¡Válgame Dios, hija mía! He creído oir
que suspirabas toda la noche, y ahora veo
que lloras. ¿Y por qué? ¿Dí? A
—Es que pensaba en...
—Pues mira,. queridísima Sadie, es nece-
- Sario que nos olvidemos de los que nos ro-
dean y pensemos en Dios.
-—No, tía, no; no pensaba en mí.
Pues de” mi no tienes que preocuparte
- tampoco. Estoy bien Hue
—No, si tampoco pensaba en died.
—Entonces, ¿en qué pensabas?
]
ca-
DEL KOROSKO
—En el señor Stephens, tía. Tan simpático
y tan valiente, tan preocupado por nosotras,
atendiéndonos hasta en las cosas más trivia-
les, y altivo y sereno ante aquellos asesinos
que les rodeaban. Siempre que me acuerde
de él será como de un héroe.
—¡Ya está el pobre libre de penas! — re-
puso la señorita Adams.
— También yo quisiera estarlo — termi-
nó Sadie inclinando la cabeza sobre el pe-
cho. |
El coronel las interrumpió lanzando un
grito y llevándose las manos á la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! Yo también me
vuelvo loco. ¿Querrán ustedes creer que allí, |
en aquella roca de la derecha, me ha pareci-
do ver á nuestro pobre Stuart con la misma
banda roja que yo le dí?
Las señoras siguieron la dirección que in-
dicaba la asustada mirada del coronel y se
quedaron tan asombradas como él. |
Había allí, en efecto, un bulto negro sobre
el lado derecho del enorme corte de piedra
por el cual ibán caminando los camellos.
-Uno de los lados de aquel tajo terminaba en- a
un pináculo, y sobre este pináculo estaba de
pie una figura inmóvil, enteramente negra,
á-excepción de un trozo de escarlata que
brillaba en su cabeza. Nada tan semejante,
tan igual Á Stuart, que aquel bulto.
Estaba inclinado hacia: adelante, como si.
de propio intento quisiera hacerse bien visi-
ble desde el fondo de aquel barranco por
donde ellos pasaban.
- —¿Pero es posible que sea Er
—Él es, no hay duda — gritaron las muje-
res—. Vea usted cómo mira hacia aio :
nos saluda con la mano.
: — ¡Santo cielo! ¡Esos brutos van á ; disp: >>
rar sobre él! ¡Agáchese, loco, que si no le
matan — quiso g “eritar el coronel. :
Pero su garganta reseca sólo le permitió i
emitir un sordo rugido.
Varios de los derviches habían visto en lo :