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alrededor de la cintura, subí al árbol
como me habían aconsejado. La luna men-
guante brillaba con gran claridad sobre
mi cabeza y la línea de un tejado dibuja-
ba en el espacio sobre un cielo estrella-
do. El árbol se hallaba protegido por la
- "sombra de la casa.
- Trepé despacio de rama en rama hasta
que llegué á la cima del árbol Sólo me
quedaba ya atravesar una rama fuerte
- para alcanzar el muro de la casa. De re-
pente mis oídos percibieron un ruido de
pasos, y me agaché contra el tronco, tra-
tando de ocultarme con su sombra.
Un hombre se dirigía hacia mí andan-
do por el tejado. Vi su sombra arrastrán-
dose tras su cuerpo agachado y su cabeza
- avanzada mostrando el cañón de un fusil.
Todos sus movimientos acusaban pre-
- Caución y desconfianza. Se detuvo varias
- veces y luego continuó su marcha hasta
que llegó al borde mismo del parapeto, á
.. pocos metros de distancia de mí. Arrodi-
- llóse, apuntó su fusil é hizo fuego.
- Yo me sentí tan sorprendido al escu-
- Char este estrépito cerca de mis codos,
- que por poco me caigo del árbol. En aquel
- momento no podía estar seguro de que
- no me hubiese herido, pero cuando oí un
. hondo quejido abajo y el español se re-
costó encima del parapeto, viéndose con
- fuerza, comprendí lo que había ocurrido.
Era mi pobre y fiel sargento, que hasta
el último momento había esperado para
verme desaparecer, el que se lamentaba
tan hondamente. El español lo había vis-
to debajo del árbol y lo había matado con
su fusil. Aquella gente usaba trabucos
- que cargaban con toda clase de piedras y
-_ pedazos de hierro, y, por consiguiente,
podían herir á un hombre tirando casi á
ciegas con tal que fuese á corta distancia.
- El español miraba fijamente á través de
la obscuridad,
partió desde abaj
argento aún vivia. El centinela español
miró alrededor; todo'estaba tranquilo y
seguro. Quizás pensaba en acabar con la.
ida de aquel maldito francés, ó tal vez
deseara ver lo que guardaba en sus bol-
llos. Sea cual fuere el motivo, dejó á un
lado su arma, se inclinó hacia adelante y
se lanzó sobr bol. En aquel mismo
instante hundí yo mi cuchillo en su cuer-
po, y cayó con estrépito al través de las
amas, llegando al suelo, con un ruido
jo y una impre-
niras un quejido que
me demostró que el
A. Conan-Doyle.—AL GALOPE
cación en francés; el sargento herido no
había esperado largo tiempo su vengan- :
za. No me atreví á moverme durante
unos minutos, porque esperaba que al-
guien llegase atraído por el ruido. Sin
embargo, todo permaneció quieto menos
las campanas, que anunciaban en la ciu-
dad la media noche. Me arrastré por las
ramas y saltó encima del tejado. El fusil
del centinela español estaba allí, pero no
me servía, puesto que él conservaba el
cuerno de pólvora en su ciaturón. Al
mismo tiempo pensé que si lo encontra-
ban serviría al enemigo para hallar una
huella de lo que hubiera sucedido, por lo
que hice deslizarse el arma por la pared.
Después examiné el medio mejor para
saltar del techo y bajar á la ciudad.
Era evidente que el camino más sen-
cillo para bajar era aquel que el centine-
la español había usado para subir, y pron-
to lo encontré. Una voz que atravesó por
el tejado decía: «¡Manuel! ¡Manuel!l,» va-.
rias veces, y agachándome en la sombra
pude ver á la luz de la luna una cabeza
. barbuda que asomaba por una claraboya.
No recibiendo contestación á su llamada,
salió al tejado seguido de otros tres indi-
viduos, todos armados hasta los dientes.
Ustedes comprenderán, mis queridos
amigos, la importancia que tuvo para mí
no haber descuidado un pequeño detalle,
pues si hubiera dejado el fusil del centiz
nela donde lo encontré, fácilmente ha-
brían dado con mi pista y ciertament
me hubieran descubierto. Pero aquell
patrulia no encontró rastro alguno por el
que pudiese dar con el paradero de su
centinela, y pensando sin duda que ha=
bría seguido á todo lo largo del: tej;
fueron en aquella dirección. En
instante que volvían sus espaldas hac
mí me introduje por la claraboya y baj
unos escalones. La casa parecía esti
vacía, y pasé al t
do á la calle po
ba abierta. E A E
Era una desierta y estrecha callejuela
aba á una calle ancha llena d
ses establecidas por los centinelas, al
, redsdor de las cuales dormían grandes
- grupos de soldados y campesinos.
- El olor que se percibía dentro de la ciu-
- dad era tan nauseabundo, que yo me a
miraba de cómo sus habitantes pudiera
vivir en ella. Durante los largos mese
del sitio no se habían barrido las calle
ni enterrado los muertos, Mucha gent: