A. ComanDogle ax GALOPE | OS e
men, los jinetes cazadores. A fe mía que
era aquello un magnífico espectáculo!
Unos vestían los típicos trajes de caza,
la mayoría iba con uniformes militares,
rojos y azules dragones, húsares de en-
carnados bombachos, verdes infantes y
artilleros apuestamente montados, lance-
ros de dorados fulgentes, y en toda esta
—multitud abigarrada y pintoresca, domi-
naba la nota roja.
Todos ellos, bien montados unos, otros
mal, pero en general corriendo todos lo
mejor que podían, los subalternos lo mis-
mo que los generales, alegres y clamoro-
sos, animados por el mismo pensamiento,
perseguían al invisible zorro, que parecía
triunfar sobre su astucia.
¡Verdaderamente los ingleses son un
pueblo extraordinario! Pero yo tenía poco
tiempo para contemplar la caza ó envi-
diar á aquellos isleños, pues de todos
los admirables caballos que montaban era
el mío el más admirable y se adelantaba
á todos. Comprenderéis que era un ca-
ballo de caza, y que los aullidos de los
perros eran para él una señal, como para
un Caballo del ejército es el toque de
corneta de suregimiento, que lo hace es-
capar de la calle. al cuartel. Volvió á en-
- Cabritarse en el aire y se precipitó al ga-
lope detrás de los perros. Yo lo oprimía con
mis rótulas y tiraba y tiraba de sus riendas:
empeño inútil; no había manos para de-
tenerlo. Tenía una boca de hierro: no era
posible hacerlo parar; querer detenerlo
- era lo mismo que poner en las manos de
un granadero una botella de vino é in-
tentar que no la bebiera. Me afirmé sobre
- la montura, y dejándolo correr á rienda
suelta, me dispuse á desafiar todo lo que
pudiera sucederme. ¡Qué hermosa bestia
era! Jamás he vuelto á tener entre mis ro-
dillas caballo igual.
Su carrera era veloz como el viento, y
éste hacía flotar mi dormán azotando mi
cara, mientras me atronaba los oídos el
ruido de las ramas y de los arbustos al
romperse baj el nuestra vertiginosa. ca-
- rrera. e
Yo vestía un uniforme viejo y destroza-
do que resultaba obscuro entre aquellos
tan brillantes que ostentaban los cazado-
- Tes, aunque mi apuesta figura denotaba
E e no era un soldado vulgar. En medio
e
de la mezcla de uniformes que se reunían
en uña de estas cacerías, no había razón
para que el mío se destacase mucho y
4
Atrajera las RE de los ingleses. Por
otra parte, conocido es el carácter Ja
pueblo británico, que cuando se halla dis-
traído en el ejercicio de un sport hace
caso omiso de todo lo que con él no se
relacione. La idea de que un oficial fran-
_Cés pudiera estar cabalgando al lado de
ellos, era demasiado absurda para que
Cupiera en sus pensamientos. Yo reía, á.
la vez que corría mi caballo, pensando
en que no hay generalmente un momento .
de peligro en el que no surja á la vez al-
gún incidente cómico.
Ya he dicho que los cazadores estaban
muy desigualmente montados; así es que
- después que hubimos recorrido unas cinco
millas, en vez de formar todos un cuerpo
de hombres, como sucede cuando un re-
—gimiento de caballería entra á la carga,
marchábamos diseminados, cada uno por -
su lado, los mejores jinetes cerca de la
po de los perros, los más malos alejados
á gran distancia.
Os diré que yo era tan buen cabalga
dor como el primero y mi caballo el mejor
de todos los de la partida; así es que poco
trabajo me costó ponerme al frente de
ella. Avanzaba y avanzaba mi caballo
hasta que me puse entre los perros y los
monteros de rojas casacas, y pude ver
que no nos hallíbamos en este espacio
más que unos ocho caballeros. Entonc
me sucedió una cosa extraña, que era ya
raro que antes no me hubiera ocurrido.
Yo, Esteban Gerard, que había estado en
Inglaterra y asistido 4 cacerías de zorros,
que había luchado en peleas de boxeo en
el «Club Bustler», de Bristol, me vi sub-
yugado por rápido instinto y pensé aco-
sar á la pieza hasta tenerla debajo de e
cascos de mi caballo.
Como atraído por un vértigo me preci-
pité en la pista de los perros con tal ve-
locidad, que al poco tiempo no corríamos
cerca de éstos más que tres hombres y.
yo. El temor á ser descubierto había huí-
do de mi mente, Mi pecho se agitaba, mi
sangre corría con velocidad por mis ve-
nas. Solamente un pensamiento me do-
minaba: el deseo de dar caza á aquel i in-
fernal zorro.
Pasé por delante de un jinete; era un Ss
_húsar como yo. Solamente caminaban
junto á mí otros dos jinetes. Uno ves
tido con negra casaca, otro con el unifor-
me azul de la artillería. Era el hombr
que había visto antes frente 4la pos da;
sus canosas patillas flotaban al viento,
ES 28 no.se movía es su De