A. Conan-Doyle.—at GALOPE O -89 0
podía verse la timida y dispersa multitud
Que diez horas antes había formado el
mejor ejército que jamás marchara á la
batalla.
| Con mi magnífica yegua pronto puda
- salir de aquel tropel de gentes, y en el
moménto que pasaba por Genappe, al-
cancé al emperador con su estado mayor.
Soult estaba con él todavía, como tam-
bién Drouot, Lobau y Bertrand; con
cinco cazadores de la Guardia montados.
Sus caballos apenas podían sostenerse.
La noche caía y la cara cansada del em-
perador aparecía blanca á través de la
media luz, mientras volvía hacia nosotros
su mirada.
—¿Quién es aquél?—preguntó.
—Es el coronel Gerard—exclamó Soult,
—¿Habéis visto al mariscal Grouchy?
—No, majestad, Estaban de, por me-
dio los prusianos.
—No importa; Soult y yo volveremos.
El emperador intentó que girase su ca-
ballo, pero Bertrand se cogió á la rienda.
—¡Ab, majestad! —dijo Soult—. El ene-
migo ha tenido ya bastante buena suerte.
Todo el estado mayor suplicó al empe-
rador que siguiera con nosotros.
Caminaba en silencio con la barba caí-
- da sobre su pecho y parecía el más gran-
de y más triste de los hombres. |
A lejos, detrás de nosotros, aquellos
cañones sin remordimiento estaban toda-
vía rugier do. Al Igunas veces entre la obs-
curidad se oían gritos humanos y ruido.
de cascos de caballos al galope.
Ante aquellos ruidos nos apresurába-
mos á espolear nuestros caballos para
colocarnos á vanguardia de las tropas es:
parcidas.
Al fin, después de a toda la no- | ,
_cheá la luz de la luna, habíamos dejado
- atrás perseguidos y perseguidores. Cuando
pasamos por el puente de Charleroi ya era
- de día. ¡Qué desfile de espectros semeja-
ba nuestra comitiva á través de aquella
fría y penetrante luz! (
El emperador, con la cara pálida como
la cera, Soult manchado de pólvora, Lo-.
bau salpicado de sangre. Marchábamos
con más facilidad, sin tener que mirar
- atrás, pues Waterlóo estaba ya á más de
treinta millas Habíamos encontrado uno
de los coches del emperador en Char-
leroi, y nos paramos momentos después
al otro lado del Sambre, gear de. A
nuestros caballos.
aquel tiempo no había dicho ni una pala- $
bra al emperador, m
estaba decidido á proteger su persona
hasta la muerte?
Había tratado de hablar de esto á Soult
y 4Lobau, pero estaban demasiado sobre=
cogidos por el desastre y por las precau-
ciones nscesarias de la marcha. Era impo-
sible hacerles comprender. lo urgente de
mi mensaje.
Además, durante aquella larga marcha
habíamos tenido siempre gran número
de fugitivos franceses junto á nosotros, y.
por desmoralizados que estuvieran nos
habrían apoyado contra un ataque de
nueve hombres.
Pero ahora, frente al coche del empe-
rador, observé que no se veía ni un solo
soldado en aquel largo camino. Nos ha-
bíamos alejado del ejército. ze
Miré á mi alrededor para ver qué me-
dios de defensa nos quedaban. q
Los caballos de los cazadores de la ES
Guardia habían tenido que quedarse en
el camino. Sólo quedaba en la escolta un
sargento de mostacho gris. Allí estaban
Soult, Lubau y Bertrand, pero hubiera
preferido un sargento de mis húsares, á
aquellos generales con todo su talento. -
El cochero y un lacayo de la casa im-
- perial, se habían unido á nosotros en
Charleroi. Total, ocho hombres; pero de
“los ocho, solamente dos, el sargento y yo,
éramos soldados para la lucha.
Sentí un escalofrío al pensar á qué e
-tremo habíamos llegado.
En aquel momento alcé los ojos y vi á
los nueve jinetes prghes descendiend
por la colina. St
Al Sur se encontraba el camino de
Francia. A lo largo de él venían ya ca-
balgando los prusianos. El conde de Stei
habia cumplido bien sus instruc
_Avanzaban para encontrarse de
con el emperador y ya estarían á una : me-
dia milla de distancia. Era el punto donde
_menos hubiéramos podido ii en
- migos.
— ¡Majestad! ¡ Cos prusianos!—gri !
Todos se sobresaltaron ante mis p:
bras y miraron hacia el grupo de j Jine :
El emperador fué el e que
eL silencio.
—¡Yo, señc e
Cada vez e una cesto
pia alas: ¿por q que durante o todo ha
manifestándole que PE