a RATA
LA TORRE DE NESLE
marcha precipitada de'ese loco me indu- -
ce a suponer que se os ha inferido alguna
ofensa terrible.....
Margarita permaneció impásiblo. Y por
esta calma juzgó Mabel que la reina ha-
bía debido sufrir como nunca había su-
frido. Sonrió. Durante unos instantes con-
templó aquel rostro, aviejado, por decirlo
así, lleno de manchas rojizas y lívidas.
—Cuando queráis—dijo—, podéis de-
volver a ese Buridán sufrimiento por
sufrimiento. No es una venganza vulgar
lo que vos necesitáis — añadió en voz
baja e inclinándose hacia la reina, seme-
jante al genio del mal—. Haced que le
prendan, perfectamente. Haced que le
encierren en un calabozo, eso me parece
todavía mejor. Pero, cuando esté ence-
rrado en ese calabozo, ¡cuánto no goza-
réis, Margarita, viéndole arrastrarse a
vuestros pies, llorar de amor y morir en
medio de un tormento más espantoso que
el de la rueda!..... Y ello sucederá, señora.
Veréis a Buridán morir ante vuestros
ojos de pasión insatisfecha, porque he
conseguido dar cima a mi obra magna...
he compuesto el elixir de amor.
Esta vez Margarita rechinó los dientes.
—No os preocupéis, pues, por Buridán
—prosiguió Mabel—. ¡Al otro es al que
hay que temer!
—¿Al otro?
—Al que cerró la puerta....., porque
ese, señora, es el crimen personificado,
es el remordimiento que resucita.....
—¡Ob!—balbuceó la reina, hundiendo
su mirada en las pupilas de Mabel—, ¡co-
noces a Lancelot!..... ¿Cuándo y cómo le
has conocido? ¡Habla!
—Le conozco, es cierto. Le conocí por
mi desgracia. Porque por él estuve a pun-
to de morir de dolor: ¿Cuándo? ¡Hace tres
años!..... ¿En dónde? En París..... Marga-
rita, entregadme ese hombre y yo os en-
tregaré a Buridán.
—Está bien, te lo entregaré. Tú misma
dispondrás su muerte. Haz que le devo-
ren los perros, si quieres. Pero, ahora, es-
cucha. Buridán se dirige a la Torre de
los Diablos. Yo había hecho encerrar allí
a úna niña....., por la cual me intereso —
jadeó Margarita, con un suspiro deso
rrador.
—¡Su hija! —rugió Mabel, en el fondo de
su sér.
—Buridán quiere quitármela, ¿com-
prendes? —continuó la reina—. Es preciso
que¡inmediatamente, Stragildo.....
—No. no — interrumpió Mabel, tem-
blando—. No confiéis a Stragildo seme-
jante secreto. ¡Confiad en ra! E ¡Yo mis-
ma iré!..... |
—¿Podrás?.....
—¡0Os digo que confiéis en mí!—Andad,
señora, volveos tranquilamente al Lou-
vre. ¡Lo demás corre de mi cuental!.....
Sin prisa aparente comenzó Mabel a
bajar la escalera. Temblaba de alegría y
murmuraba:
—¡Mirtila! ¡Su hija! ¡Ella misma me en-
trega su hija!¡Al fin el dedo vengador de
Dios señala el instante en que debe co-
menzar el castigo de Margarita!....
6... -.... e... ..... BS. e..:8:-......609/ 00.000
e eipilialóagrisó la reina.
El guardián de los leones apareció, en-
corvado, murmurando:
—¡No tengo yo la culpa, graciosa Ma-
jestad, d€.....!
—¡Calla y coge eso! —dijo la reina, se-
ñalándole una bolsa que acababa de arro-
jar sobre la mesa.
Stragildo la recogió, y más encorvado
que nunca, con su irónica sonrisa en los
labios, esperó las órdenes de la reina,
pensando:
—Con otras diez bolsas como esta, es
decir, con otros diez cadáveres, podré re-
tirarme a algún rincón tranquilo, para
gozar á mi vez de la vida.....
—Stragildo—dijo Margarita—, dentro
de media hora estaré en el Louvre. Quie-
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