A
MICHEL ZÉVACO
Y París, que despertaba de la espanto-
sa pesadilla del reinado de Felipe el Her-
moso; París, que desde hacía muchos
añosnorespiraba,seentusiasmaba, aplau-
día y creía que sus desgracias habrían
concluído, porque para el pueblo el cam-
bio de amo es siempre una esperanza que
nace, aunque haya de morir inmediata-
mente. ;
—¡Ah! ¡El rey! ¡Cómo sonríe á su pue:
blo! pe
-—¡Un hutin! (1) ¡Es un verdadero hu-
tin!
—¡Hutin, sea! —gritó el rey, cogiendo
la palabra al vuelo.—¡Porque hutin quie:
re decir también batallador! ¡Ay de mis
enemigos, que son los vuestros!
— ¡Viva Luis el Hutin!
El pueblo rugía de alegría, entusiasma-
do por esta llaneza y por el esplendor del
cortejo, que desplegaba ante sus ojos su
pompa deslumbradora. Y, sin embargo...
En aquel mismo cortejo, inmediata-
mente detrás de los que rodeaban al rey,
un desgraciado, con la cabeza inclinada,
la mirada extraviada y un cirio en la
mano, caminaba entre dos frailes y dos
verdugos: aquélla era su escolta.
La primera salida del rey era para una
diversión.
-, La diversión consistía en lo que en
nuestros días llamamos una inaugura-
ción.
Lo que aquella mañana se debía inau-
gurar era un monumento que, con gran
trabajo y grandes gastos, había hecho
construir el ministro Enguerrando de Ma-
rigny para su rey Felipe el Hermoso.
Luis X heredaba el ministro y el monu-
mento.
¡Y aquel monumento era el patíbulo de
Montfaucon!
ENVASE RA AID CANET TA
(1) Hombre alegro, campechano, bullan-
: guero y también camorrista, batallador.
di
E
Entre la multitud nadie se preocupaba
por el condenado que debía estrenar las
flamantes horcas, honor al cual el pobre
diablo hubiese renunciado de muy buena
gana. ¿Su nombre? Apenas se conocía,
¿Su crimen? Se jgnoraba.
Nadie pensaba en él, nadie, a no ser
un hombre de elevada estatura, de recia
complexión, de expresión altanera y gla-
cial, de lujoso atavío, e cabalgaba al
lado de Luis X.
_Y aquel hombre, el único que pensaba
en el condenado, era Carlos de Valois,
tío del rey.
«El reo volvíase a veces bruscamente, y
clavaba en el conde una mirada de deses-
peración, en la que se leía una suprema
amenaza. Entonces, el conde, el podero-
so señor, se estremecía, palidecía y daba
orden de acelerar la marcha.
¿Qué misteriosos lazos podrán existir
entre aquel orgulloso personaje colo-
cado en las gradas del trono, casi al mis-
mo nivel que el rey, y aquel mísero con-
denado que iban á Poca en el Mont-
faucon?
¿Por qué la mirada de aquel hombre
entregado al verdugo hacía temblar al
- hombre que en el cortejo Ai ta la de-
10
recha del rey?
En cuanto pasaba la cabalgata, dis-
persábase la multitud; unos corrían a la
fuente que durante todo aquel día debía
manar vino; otros rodeaban a los jugla-
res o a los trovadores—antecesores de
nuestros” actuales músicos callejeros—,
que entonaban en las plazoletas cancio-
nes de circunstancias; otros, la mayor
parte, se dirigían a la Puerta de los Pin-
tores (después la Puerta de Saint-Denis)
para tomar sitio frente al patíbulo de
Montfaucon.
Y en todas las calles por donde pasaba
Luis X se reproducía el mismo espec-
táculo de alegría, se oían las mismasacla-
maciones frenéticas, saludando uno tras
j
A