LA TORRE DE NESLE
Y pensó con rabia que la casa en que
había visto entrar a Mirtila formaba par-
te de la Abadía de San Germán de los
Prados.
—Tú irás conmigo— continuó la rei-
na—. Permaneceremos en una cabaña,
en una especie de choza que pertenece al
abad, y en la que vive su jardinero.
Mabel palideció. Algo semejante a una
imprecación murió en sus labios.
—¡Dios! —murmuró en el fondo de sí
misma.
Entonces se decía Dios. Antes se había
dicho la fatalidad. Hoy se dice la ca-
sualidad. :
Tres términos que en el fondo signifi-
can la misma cosa. Los tres indican sen-
cillamente el asombro del hombre en pre-
sencia de fenómenos que no puede expli-
Carse.* E e da
Y como se siente impotente, hace inter-
venir en la explicación una fuerza extra-
ña, y como el hombre es incapaz de con:
cebir una cosa que no tenga nombre, le
pone uno á esta fuerza, la rotula, la mete
en una caja y la coloca cuidadosamente
en una casilla de su cerebro, en donde la
encontrará siempre que la necesite.
Y por ello, a cada instante, venga o no
a cuento, y sólo porque esta explicación
lo arregla todo, porque suprime todo tra-
bajo de investigación de las causas inme-
diatas o mediatas, oímos decir a algunas
personas: «¡La casualidad!» Otras claman:
«¡La fatalidad-lo ha querido!»
Mabel, no pudiendo comprender cómo
un encadénamiento de hechos muy natu-
ral iba a llevar a Margarita de Borgoña a
la casa en donde se había refugiado Mir-
tila, exclamaba: ¡Dios lo ha hecho!
Dios lo había dispuesto todo.
Y en aquellas circunstancias, Dios se
declaraba en contra suya.
—¿Acaso no quiere Dios que yo me ven-
gue?—pensaba—. ¿O bien será que quie- *
re darme a entender que aún no ha lle-
gado la hora?..... Sin embargo, he sufrido
mucho. He sufrido tanto como esas vícti-
mas del amor, cuyos sufrimientos acabo
de describir a esta mujer. También llevo
esperando mucho tiempo. He esperado
con una paciencia que asusta. Hace mu-
chos años que estoy al lado de esta mu-
jer, y ni una sola de mis palabras, ni uno
de mis gestos, ni una de mis miradas ha
podido revelarle el odio que le profeso.
Sólo ha visto mis sonrisas, y ni una sola
de mis lágrimas. No ha oído ni uno solo
de mis sollozos..... ¡Señor!, Dios mío, ¿por
qué queréis que espere aún? ¿Por qué
decretáis que aún no he sufrido bastan-
te?..... ¡Dios mío! ¡Evítame el suplicio de
ver que Margarita se reune con su bija!
¡Te lo suplico, te lo ruego, y si mi ruego
no basta, te exijo, en nombre de tus pro-
pias leyes de justicia, que dejes en mis
manos el instrumento de mi venganza, la,
hija de.la mujer que mató a mi hijo! :
Así rugió Mabel en el fondo de su con-
ciencia.
¡Su amenazador apóstrofe la calmó.
Imaginó, casi lo tuyo por cierto, que
un ángel habría debido recoger aquella
orden y llevarla hasta el trono resplande-
ciente en que el Eterno escucha los rue-
gos y las quejas de los hombres.
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