«La espera fué larga.
, dl una hora, luego otra y
Otra...
Lancelot comenzaba a sentir que un
sudor frío humedecía su frente.
Pero hacía mal en alarmarse el vale-
_roso Lancelot, Como todos los oficinistas
del pasado, del presente y del porvenir,
el tesorero demostraba sencillamente la
superioridad de su posición social, ha-
ciendo esperar al arquero del preboste,
con lo que, en su opinión, debía inspirar
una gran estimación al referido preboste.
Al fin, Bigorne vió que se le acercaba
-¿ un hombre, una especie de escribiente,
- el cual le invitó a seguirle, le hizo subir
una escalera y le introdujo en una habi-
tación abovedada, en donde vió en una
mesa varios montones de oro y de plata.
Bigorne abrió unos ojos tamaños.
—Le dirás a tu amo— díjole aquel hom-
-bre—, que no tenemos más que cincuenta
escudos de oro. El resto de la cantidad
está en plata, y no tendrá más remedio
que aceptarla, a pesar de ser el preboste.
—Monseñor Juan de Precy me ha di-
Cho doscientos escudos de oro de la eo-
rona. :
—¡Bien! ¡bien! —replicó el hombre—.
Es igual, amigo, la cantidad está com-
pleta. :
- Y comenzó a meter en la bolsa de Bi-
- gorne los escudos de oro y los escudos de
plata. '
Luego cerró por sí mismo la bolsa, y
añadió:
—¡Ahora, lárgate!
Esto era precisamente lo que deseaba
_Bigorne, que durante toda esta operación
había estado temiendo que el techo se
derrumbase sobre él, que se hundiese el
suelo bajo sus pies o que sucediese cual-
quiera otra catástrofe por el estilo. Mar-
chóse, pues, y por un postrer esfuerzo de
voluntad sublime, sin duda alguna, con-
siguió caminar con paso tranquilo,
MICHEL ZÉVACO
Cuando llegó a la puerta, cuando eru-
zó el puente levadizo, cuando, al fin, puso
el pie en la calle enlodada, el excelente
Bigorne se sintió casi desfallecer.
Y por ese sentimiento que impulsa al
náufrago, ya en seguridad en la costa, a
contemplar con ansiedad el océano que
ha estado a punto de tragársele, se vol-
vió, y lleno de estupor y de alegría, diri-
gió una larga mirada al torreón del
Louvre,
--SÍ-—murmuró-—. ¿Es verdad? ¿No lo
he soña do? ¿Soy efectivamente vo el que
sale de aquí? ¿Contiene, efectivamente,
esta bolsa doscientos escudos de oro? (1)
¡Sí!..... Pero, ¿debo dar parte de este bo-
tín al cura de San Eustaquio?..... (En con-
ciencia, no! Porque yo no lo he robado,
Yi Elk.
Un formidable empujón, un golpe es-
pantoso en la espalda, interrumpió a Bi-
gorne, que estuvo a punto de caer en el
foso lleno de agua. Al mismo tiempo una
voz gritaba con ira.
—¡Apártate de mi camino, imbécil!
Y un bulto, un hombre, pasó como un
torbellino, feanqueó de un salto el puente
'levadizo desapareció por la puerta
( E ?
pero no tan rápidamente que Lancelot
Bigorne no tuviese tiempo de reconocer a,
aquel hombre.
—¡El preboste!—murmuró, apresurán-
dose a alejarse.
Era, en efecto, Juan de Precy, que ha-
biendo comprobado la desaparición de su
libramiento de doscientos escudos de oro,
corría a casa del tesorero para avisarle.
(1), El escudo de oro tenia en el anverso”
la figura del rey sentado, con la espada en
una mano y en la otra una adarga de com-
bate. Kin el reverso, el escudo tenía una co-
rona (escudo de la corona) o un sol (escudo
del sol). También habia escudos de la cruz,
del puerco-espin, ete. El escudo de oro de la
corona valía 15 sueldos parisienses y el suel- -
do parisiense 15 dineros. Doscientos escudos
de oro eran, pues, una cantidad muy impor-
tante.
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