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q que la hechicera morirá. Entonces di-
rán, y el rey lo dirá también, que la
justicia de Dios, adelantándose a la de
los hombres, ha castigado a esa criatura
infernal. ;
Y cómo morirá?—preguntó Valois,
mirando a Malingre con admiración—.
¿Irás tú a su calabozo a estrangularla?
—£Si fuese necesario sí iría, monseñor.
Pero hay una persona que se encargará
con más gusto de esa ejecución necesaria,
y que la llevará a cabo con más dulzura,
Bea por medio del veneno, sea por otro
cualquiera. Y esa persona, monseñor, es
Gillonne.
Entretanto, aquella Gillonne que $Si-
món Malingre, siempre prudente y tal
vez con algún fin oculto, presentaba a
Valois como la única salvadora. posible,
aquella Gillonne, repetimos, a quien re-
servaba el importante papel de verdugo,
había entrado en el cuarto de Mirtila.
Mirtila, al ver a su antigua criada—o
mejor dicho, a la única amiga que tenía,
en el Huerto de las Rosas—, lanzó un
: grito de alegría y se precipitó hacia ella
con los brazos abiertos.
—¡Querida Gillonne!
Pero Gillonne le hizo una seña miste-
riosa, cerró la puerta con el mayor cuida-
do, y volviéndose hacia la joven le dijo:
—Yo no soy lo que creéis, yo no soy
vuestra criada fiel, yo no soy digna de
que me llaméis querida Gillonne.
—¡Ay!l—suspiró Mirtila, temblando—
debí sospecharlo, puesto que te encuen-
tras en la casa en que viven mis ene-
migos.
—Yo había hecho un pacto con vues-
tros enemigos. Sobornada por Valois, yo
modeló la figurita de cera, la coloqué en
la pila del agua bendita en donde la ha-
“llaron, e hice, por último, que Os prendie-
sen como hechicera.
- Mirtila miró horrorizada a la mujer que
así le hablaba.
MICHEL
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ZÉVACO
Gillonne añadió:
—Y ahora que os he confesado mi eri-
men, pienso que tendréis confianza en mí
cuando os diga que me arrepiento.
Mirtila, muda de horror, miraba con
una especie de medrosa curiosidad a
aquella mujer a quien durante tantos
años había considerado como una amiga
fiel, más bien que como una criada adie-
ta, y que de repente le revelaba su per-
versidad. Aquel rostro le era muy fami-
liar, y, sin embargo, parecíale no recono-
cerle.
—¡Es posible que hayas hecho eso!--—
—murmuró—. Gillonne, no estás en tu
juicio.
—No solamente es posible, sino que es
verdad. Estaba a vuestro lado para ven-
deros. Y os vendí. Es horrible, pero nada
puede impedir que mi traición no sea un
hecho.
—¿Y qué te hice yo? —dijo Mirtila, tem-
blando. :
—¿Vos? ¡Nada! ¡Angel de Dios, no hi-
cisteis más que colmarme de beneficios!
Yo os quería cuanto soy capaz de querer.
—¡Me querías!
—Tal vez esto 08 parezca extraño. Pero
os quería. Había momentos en que me
maldecía a mí misma porque os estaba
traicionando. Pero también amo el di-
nero, y eso ha sido la causa de vuestra
desgracia.
—Pero-—preguntó Mirtila, que tembla-
ba al verse delante de aquella mujer—,
¿por qué me entregaste?
-—Porfque vuestro noble padre se llama
Enguerrando de Marigny, y porque exis-
te un odio mortal entre él y Carlos de
Valois. ¿Comprendéis? A ser hija de Clau-
dio Lescot, hubierais sido dichosa,
—¡Ay! Es verdad..... Mi padre es ese
personaje tan temido..... ¡el primer minis-
tro del rey! Y desde que lo sé, Gillonne,
me parece que sueño y que tengo una pe-
sadilla horrible, ¡Qué lejos están aquellos