tiempos felices en que vivía yo en el
Huerto de las Rosas, cuando no pensaba
más que en mis flores, cuando el ver una
oruga en una rosa era una de mis mayo-
res penas, cuando mi padre se me apare-
cía bajo la figura de un honrado merca-
der de tapices! ¡Que no permanezca aún
en esa bendita ignorancia! O mejor dicho,
que no sea, en realidad, la hija de un
mercader de tapices..... Estoy perdida, lo
presiento, y en vano trataré de evitar mi
triste destino. ¡Hija de Enguerrando de
Marigny, hija de la reina de Francia, es-
toy condenada, porque, sin duda, es pre-
ciso hacer desaparecer la prueba viviente
de pasadas faltas!
Mirtila se echó a llorar. Gillonne consl-
deraba aquellas lágrimas sin emoción.
Había mentido al afirmar que podía sen-
tir algún afecto hacia Mirtila,
Gillonne estaba sedienta de venganza,
sencillamente.
Gillonne había jurado que Simón Ma-
lingre pagaría con su vida el susto que
la había dado, y sobre todo el robo de
sus idolatrados escudos.
—No temáis nada de vuestro padre ni
de la reina—dijo sinceramente—. Por ese
lado no os amenaza ningún peligro.
Mirtila movió tristemente la cabeza.
—El verdadero peligro os viene del
conde de Valois—prosiguió Gillonne—.
¡Pluguiese al cielo que ese hombre se con-
tentase con odiaros, con aborrecer en vos
a la hija de Marigny!
—¿Y qué más puede hacer? —preguntó
Mirtila con su encantadora inocencia.
Gillonne sonrió, se acercó a la joven y
murmuró: ;
—El conde os vió por primera vez el
día que fué al Huerto de las Rosas para
prenderos. ¿Qué puedo yo deciros? El
amor del conde es más temible que su
odio. ¡Y estáis en el palacio de Valois!
Mirtila lanzó un grito de espanto. Sin-
tió un terror inmenso. Gillonne había'
LA TORRE DE NESLE
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dado en el blanco. Para Mirtila, el alo
de Valois y todas sus consecuencias no
eran sino una desgracia, y, poniéndose en
lo peor, aquella desgracia no podía tener
otro término que la muerte violenta. Pero
el amor de Valois era la deshonra, era la
infamia, más dolorosa aún que la im-
puesta por el verdugo. Desde aquel ins-
tante, Mirtila olvidó que Guillonne la ha-
bía vendido y que podía venderla otra
vez. No tuvo más que un pensamiel
He
huir inmediatamente de aquel amor eEyo: de
inminente peligro comprendía a e sazón.
Gillonne continuó:
—Si me he acusado de los crímenes
que he cometido contra vos, es porque
me arrepiento de ellos. ¿Me creéis? Me he
propuesto salvaros. Lo deseo con todo mi
corazón. Y sólo yo puedo arrancaros del
poder de Valois. O por lo menos, sólo yo
puedo tomar las medidas necesarias. Y
por el momento se reducen a una, sola:
es preciso que yo avise a Buridán.....
Mirtila enrojeció al oir el nombre de'su
novio. Su corazón comenzó a latir, y mur-
muró:
—$í..... si Buridán supiese en dónde es-
toy, intentaría lo imposible por salvarme.
—Eso es lo que yo pensaba—dijo viva-
mente Gillonne—. Se trata, pues, senci-
llamente, de avisar a Buridán, y yo me
encargo de ello si mé decís en dónde po-
dré hallarle.
—Si está libre, si ha podido escapar
del Pre-aux-Clercs, le encontrarás, segu-
ramente, en el palacio d'Aulnay, en la
calle Froidmantel, pero ¡ay!.....
Mirtila iba a confesar sus temores acer-
ca dela prisión de Buridán. Pero apenas
hubo pronunciado estas palabras, cuando
se despertaron sus sospechas. :
¡Sí, Buridán estaba libre! ¡Sí, Buridán
habría podido escapar! ¡Y le habrían en-
viado a Gillonne,
conocer su refugio! Y era ella, su novia,
quien le vendía.
a ella, a Mirtila, para
t