Full text: Buridán

    
     
   
    
    
   
   
   
   
    
  
   
    
     
  
UN 
f 
siquiera trató de aprovecharse de este in- 
cidente. 
-—Vengo a salvarte dijo Mabel, 
En el mismo instante el suizo se puso 
de. pie, temblando - convulsivamente y 
balbuceando palabras sin ilación, por las 
que, sin embargo, se podía comprender 
que prometía eterna gratitud a Mabel y 
le suplicaba que dispusiera de su vida. 
—¡Sígueme! — dijo Mabel—, y si no 
quieres que vuelvan a prenderte, no pro- 
nuncies una pálabra, no hagas un gesto. 
El suizo, a quien la esperanza devolvía 
parte de su sangre fría, dió a entender 
por señas que había comprendido admi- 
rablemente. 
Siguió, pues, a Mabel, que salió del ca- 
labozo y volvió a cerrar cuidadosamente 
la puerta. 
Luego, subió una tras otra las dos es- 
caleras de piedra, y el suizo se encontró 
al aire libre. 
Lo mismo que había cerrado la puerta 
del calabozo, cerró Mabel la de los subte- 
rráneos. Entonces se hallaba en un pati- 
nillo sumido en la obscuridad. En el 
fondo de aquel patio, en un rincón, espe- 
.raba un hombre. Mabel se acercó a aquel 
hombre y lo entregó las llaves que lleva- 
ba en la mano. ¿Cómo había podido de- 
cidir al carcelero a favorecer esta evasión? 
Lo probable es que desde mucho tiempo 
antes, y en previsión de lo que pudiese 
ocurrir, hubiese procurado ganar la vyo- 
luntad de aquel hombre. 
Por caminos que no frecuentaba nin- 
guna ronda, y que con seguridad, ni el 
mismo rey hubiese podido recorrer, llegó 
Mabel a una poterna aislada..... Pocos 
instantes después, el soldado que se ha- 
bía visto condenado a morir de hambre, 
se hallaba fuera del Louvre. Entonces, la 
emoción que experimentó tué tal, que se 
dejó caer de rodillas, cogió la orla de la 
túnica de Mabel y la besó con fervor, sin 
pronunciar una palabra. 
MICHEL 
106 
ZÉVACO 
Mabel aceptó el homenaje del pobre 
suizo, y dijo sencillamente: 
—¡Vamos, ven! 
El arquero se levantó y la siguió como 
Un perro. Aunque hubiese ido al fin del - 
mundo la hubiera seguido. Mabel no iba 
al fin del mundo, pero tal vez fuese más 
difícil y más terrible lo que esperaba de 
aquel a quien había salvado. Se detuvo 
junto al cementerio de los Inocentes, en- 
tró en la casa encantada y subió a su la- 
boratorio, en donde encendió una antor- 
cha. 
Entonces sacó de- un armario un pan, 
tuna empanada y un jarro de vino, lo co- 
locó todo sobre una mesa, y dijo: 
——Debes tener hambre y sed. Bebe y 
come. ] 
El suizo rió como un niño satisfecho y 
se sentó ante las provisiones. No comió, 
devoró. 
Cuando hubo aplacado su hambre, Ma- 
bel, que le miraba, estudiándole, le pre- 
guntó: 
—¿Cómo te llamas? 
-— Roller. Wilhelm Roller. 
—¿De dónde eres? 
—De Unterwalden. 
—¿Un pueblo de Suiza, no es verdad? 
— Ya, 
—Me han dicho que los suizos olvidan 
difícilmente un beneficio, ¿Es eso cierto? 
—¡Mein Gott! Ya os he dicho que mi 
vida es vuestra. Haced de ella lo que 
queráis. 
—También me han dicho que los sui- 
zos olvidan todavía más difícilmente una 
injuria—añadió Mabel. 
El suizo rechinó los dientes y dijo: 
—/¡Tarteifle! Si alguna vez cae en mis 
manos el oficial que me encerró en el ca- 
labozo número seis, le retuerzo el pes- 
cuezo como aun ganso. 
Mabel observó cón sombría satisfac- 
ción las señales de la rabia y del odio que 
alteraban aquella fisonomía. Wilhelm 
  
  
  
  
  
  
  
    
  
        
          
      
     
    
       
      
      
        
        
        
  
       
        
          
       
        
  
    
	        
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