TA
BURIDAN
Roller contaría unos veinticinco años.
Tenía el rostro blanco y sonrosado, los
Ojos de un azul porcelana, y una magní-
fica barba rubia, a la cual debió, tres años
antes ser alistado en la compañía de
guardias del difunto rey Felipe el Her-
Moso. Era de elevada estatura, ancho de
hombros, recio, vigoroso, gigantesco
como todos los guardias, a los cuales, en-
tonces, sólo se les exigía que fuesen bue-
hos mozos (y por lo demás, con respecto
a esto, los siglos transcurridos no han
traído ninguna novedad).
- —De modo—preguntó Mabel—¿que si
el oficial que te ha encerrado cayese en
tus manos le maturías?
—-—Le mataría. Y para esto.no es necesa-
rio que caiga en mis manos, porque yo
Sabré encontrarle.
— ¡Bah! -— murmuró Mabel —, eso lo
dices ahora; pero dentro de quince días
O de un mes, ya lo habrás olvidado todo.
— ¡Jamás! — exclamó el suizo, con tal
gnergía, con tan serena firmeza, que Ma-
bel adquirió la convicción de que, en
efecto, bajo aquel exterior apacible, latía
a la sazón un corazón sediento de ven-
ganza.
—Pero— replicó — te expones a que te
Vuelvan a prender y a que te condenen
Por haber matado a un oficial del rey,
Y entonces no estaré yo allí para abrir la
Puerta de tu calabozo.
El suizo movió la cabeza.
- Respondió con la misma calma feroz:
—Entonces no me importará morir.
No le guardo rencor al oficial por haber
querido matarme, sino por haberme con-
denado sin motivo. El día anterior me '
dijo que yo era el mejor arquero de su
compañía. Si elogiaba a un soldado, ese
Soldado era yo. Si había que desempeñar
alguna misión difícil, en mí era en quien
pensaba. Cuando me prendió le pregun-
té: «¿Qué he hecho?» Y si me hubiese res-
pondido, si me hubiera explicado el eri-
men que he cometido, me hubiese resig-
nado y hubiera muerto perdonándole.
¡Pero eso de queme er cerrara traidora-
mente en una mazmorra en que sabía per-
fectamente que había de morir, y sin mo-
tivol..... Lo que es eso, no lo paso. Ese
hombre morirá, pues, a mis amanos. ¡Y
luego que hagan de mí lo que quieran!
El suizo explicó todas esas cosas con
terrible calma. Bebió bruscamente un
poco de vino y, sin dar muestras de có-
lera, apretó entre sus dedos el vaso de
metal,
—Le cogería por la garganta como cojo
este vaso —dijo—y apretaría como ahora
aprieto.
A los pocos instantes el vaso quedaba
aplastado bajo la violenta presión de
aquella tenaza viviente, que no otra cosa
era la mano de Wilhelm Roller.
Mabel sonrió de nuevo.
—¿Pero no te gustaría más volverte a
tu tierra después de haber matado a ese
hombre?-—preguntó —. ¿No te espera na-
die en tu aldea?
Los ojos del suizo se velaron y su voz
tembió un poco.
-—En las montañas de Unterwalden
hay una anciana de cabellos blancos que
debe pensar en mí todos los días, y que
seguramente, cuando anochece, cuando
el ranz trae a la aldea los rebaños, no se
duerme jamás sin haber encomendado a
Wilhelm a Dios, a la Virgen y a los san:
tos: es mi madre.
-—¡Tu madre! —exclamó Mabel sorpren-
dida al advertir su propia emoción,
—¡Ya!-—dijo el suizo—. Cuando partí,
me dijo que me sucedería alguna desgra-
cia en el remoto país que se encuentra
más allá de Borgoña, y al que llaman el
reino de Francia, en esta ciudad miste-
riosa, de la que había oído hablar a al-
gunos viajeros, y que se llama París. ¡No
quise escucharla, pero ahora veo que te-
nía razón la anciana Margareth!.....
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