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BURIDAN
—De modo—continuó Malingre--que
te tostarán a ti en mi lugar. Hermoso es-
Pectáculo, al que siento mucho no poder
asistir. ¡Bah! Iré al mercado de cerdos a
Ver quemar a la primera marrana que
Condenen (1), y me figuraré que eres tú.
Por ahora, como te decía, me ecntentaré
con admirar la mueca que harás cuando
Vuelvas en ti. Y bien sabe Dios que las
haces deliciosas cuando te pones a ello.
Esperaré. ¡Bah! ¿Vale la pena esperar?
¡Tengo la garganta seca! ¡Estoy rabian-
do de sed! Es mejor que me marche en
Cuanto te dé tu merecido. ¡Las llaves de
los candados! ¡Veamos en dónde están
€sas llaves!
Simón Malingre registró rápidamente a
Gillonne, Luego la registró con más itu-
Paciencia. Luego la registró con desespe-
tación. i
Y al fin comprendió la horrible verdad.
Las llaves, aquellas llaves que Gillonne
le había enseñado, ya no las tenía enci-
Ma. Malingre miró en torno suyo con ex-
travío, escudriñando las losas del cala-
bozo, sobre las cuales la antorcha que
había llevado Gillonne proyectaba una
Claridad vaga, pero suficiente. De repen-
te lanzó un rugido; acababa de ver las
llaves.
Entonces avanzó cuanto le permitió la
longitud de las cadenas, pero sin soltar a
Gillonne, a quien estrechaba convulsiva-
Mente contra su cuerpo.
Un suspiro de terror escapóse de su
Pecho; por mucho que avanzase no po-
dría alcanzar las llaves, que brillaban
Confusamente en la obscuridad y que se
le aparecían como el más deseable de los
(1) Simón Malingre hace aqui un juego
9 palabras. Frecuentemente ocurria que
quemaban animales convictos de hechicería.
cerdo, no sabemos por qué, era acusado
e maleficio bastante a menudo, y entonces
quemaban vivo al inocente animal, lo que,
Dor lo demás, no modificaba gran cosa su
suerte ordinaria,
tesoros que su alma de avaro pudiera co-
diciar. |
Entonces se tendió en el suelo cuan
largo era con la esperanza de poder esti-
rar una mano hacia las llaves libertado-
ras, y, enloquecido, soltó a Gillonne, a
quien no se 0ocupaba ya de vigilar.
“Estirándose, pues, sobre las losas, como
hemos dicho, trató de adelantar una
mano, y un gemido lastimero expiró en
sus lívidos labios cuando se convenció de
que lejos de poder alargar la mano, en:
aquella postura se le quedaban los bra-
zos atrás, porque las cadenas que le su-
jetaban las muñecas. eran demasiado
cortas.
¡Y las llaves estaban sólo a unas cuan-
tas pulgadas de sus ojos!
El desgraciado empezó a tirar de las
cadenas, que se le clavaban en las car-
nes. Jadeante, trémulo, trató de coger
con la boca las llaves. lin los esfuerzos
que hacía de cuando en cuando, se le-
vantaba un poco por efecto de la misma
tirantez de las cadenas, y luego volvía a
caer de bruces contra las losas. Y esta
lucha en el fondo del calabozo, que la
antorcha iluminaba, esta lucha junto a
aquella mujer sin vida, esta lucha de
aquel hombre convulso que se arrastraba.
por el suelo y alargaba desesperadamen-
te hacia las llaves sus labios, que pronto
estuvieron hinchados y llenos de sangre,
esta lucha tenía un no sé qué repugnan-
te, de fantástico y de espantoso.....
Al fin, Simón Malingre, comprendió
que agotaba sus energías inútilmente; se
retiró, masculló sordamente una impre-
cación y se acurrucó. en su rincón, pero
no sin apresar nuevamente a Gillonne.
—¡Por lo menos —dijo—tú morirás con-
migo! de
Casi inmediatamente abrió Gillonne
los ojos. |
Por un instante pareció estupefacta de
verse viva en brazos de Simón. E
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y
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